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Cómo será Bogotá

Las dos décadas próximas van a decidir lo que será el futuro de Bogotá en el siglo XXI.

Enrique Santos Molano
Preguntarse cómo será Bogotá dentro de veinte años, cuando cumpla su quincuagésimo aniversario de fundada sobre las ruinas de Bacatá por el invasor español Gonzalo Jiménez de Quesada, es ejercicio inútil que puede arrojar respuestas más acordes con el deseo que con la realidad. Lo correcto, para auscultar el futuro, es observar con atención el presente y preguntarnos cómo es Bogotá hoy. Veinte años pasan tan rápido (y muchos no estaremos aquí para la fecha) que apenas podremos notar los cambios, favorables o desfavorables, que sucedan en ese lapso. Sin embargo, las dos décadas próximas van a decidir lo que será el futuro de Bogotá en el siglo XXI, así como las décadas de 1918 a 1938 configuraron la capital del siglo XX. La que ahora conocemos.
A finales del siglo XIX un diplomático estadounidense que ejerció el cargo de ministro plenipotenciario de su país en varias naciones de Latinoamérica declaro que “la única ciudad que conozco peor que Bogotá es Quito”. Una verdad cruel, pero verdad, al fin y al cabo. La capital colombiana al comenzar el siglo XX era ciudad de sexto orden. La superaban sobradas (no digamos Buenos Aires, urbe entonces espectacular, llamada “el París de Latinoamérica”) Ciudad de México, Santiago, Caracas, Lima, Montevideo, y en la misma Colombia, Cartagena.
Esas ciudades, más Quito y Panamá, y menos Cartagena, tienen metro subterráneo. El de Buenos aires se inauguró en 1913, 12 líneas. El de Santiago, iniciado en 1969, seis líneas, en construcción la siete, y en diseño la ocho y la nueve. Ha sido catalogado como el mejor metro de América Latina. El de Ciudad de México, iniciado en 1970, doce líneas; el de Caracas, comenzado a mediados de los ochenta, siete líneas, etc. Bogotá es la única ciudad con más de ocho millones de habitantes que carece de metro subterráneo. Ha intentado construirlo desde 1942, pero siempre que está a punto de caramelo, lo sabotean los intereses creados, principalmente de los transportadores, y de otras roscas que se consideran dueñas y señoras de la ciudad.
Lo más cercano que Bogotá está a un metro (en este caso, elevado) es una foto que publicó EL TIEMPO el jueves (20-12-2018) en su primera página, con el alcalde Peñalosa, vestido de ingeniero, supervisando las pruebas de un pilote en la calle 24 con carrera 13, de cincuenta metros de profundidad. No soy ingeniero y no sé por qué se va a clavar un pilote en la carrera 13 cuando se supone que el trazado del metro elevado es por la avenida Caracas. Bueno sería que nos lo explicaran a los ciudadanos del común. Lo cierto es que para el metro elevado se están utilizando los estudios de suelos que hizo la administración Petro para el subterráneo. Eso es algo así como presentar un examen de matemáticas con estudios hechos en un libro de geografía. A mi juicio de simple observador, y al de muchos entendidos, eso del metro elevado no va para ninguna parte distinta a las fotos con que se quiere embaucar a los ciudadanos y hacerles creer que “la cosa marcha”.
Bogotá sufre hoy, aparte de la movilidad, problemas que no ha podido resolver en los últimos cincuenta años. El deterioro incesante de la malla vial, el aumento de la población en condiciones de pobreza extrema, el bajo nivel de su educación cívica, la ausencia de nomenclatura en un setenta y cinco por ciento de la ciudad, el despilfarro de los dineros públicos en obras inútiles unas o fallidas otras. Y alcaldes que piensan más en sus negocios que en los intereses de la ciudad.
En la encuesta realizada por RCN hace unos días, sobre si los ciudadanos estaban de acuerdo o no con que la carrera 7.ª, vía neurálgica de Bogotá, se transforme en una troncal de TM, el 78 por ciento se mostró en desacuerdo. Un rechazo del 78 por ciento debería hacerle pensar (si no es mucho pedirle) al alcalde de Bogotá que el rechazo a su proyecto es general, y que ni él ni nadie tiene derecho de imponerle a la ciudad una obra que la ciudad no quiere. La troncal de la Caracas fue una obra impuesta por Peñalosa I, y ahí tenemos los tristes resultados.
Los problemas que siguen sin solución pueden (y deben) ser resueltos en los próximos veinte años. No es imposible, ni siquiera difícil hacerlo. Todo lo que se necesita es una serie de alcaldes extraordinarios (como los que gobernaron entre 1918 y 1938) que conozcan la ciudad, que la amen, que no pongan sus intereses o sus caprichos por encima de las necesidades que la ciudad enfrenta a diario.
El primero de esos cinco alcaldes extraordinarios puede ser, en mi opinión, el concejal Hollman Morris, cuya precandidatura ha sido proclamada por el Movimiento Alternativa Social Indígena (Mais). Nadie como Hollman Morris conoce tanto y tan bien a Bogotá. La ha recorrido de sur a norte y de oriente a occidente, la tiene mapeada en la cabeza. La idea central de su programa es hacer de la capital de cuarta categoría que hoy es, una ciudad del primer mundo. Un megaesfuerzo el que se requiere, pero factible si se actúa con honestidad, inteligencia, conocimiento, voluntad, tenacidad y respeto a la opinión de los ciudadanos. Esas virtudes le sobran a Morris, y en el año que está por nacer tendremos oportunidad de analizar detenidamente sus programas. Ojalá los bogotanos entiendan que la suerte de su ciudad, es decir, de todos los que viven en ella, depende de que sepan escoger, del año próximo en adelante, alcaldes extraordinarios y concejales extraordinarios que no tengan otra mira distinta a la de servirle a la ciudad. Si es así, dentro de veinte años Bogotá habrá cambiado y mejorado un ciento por ciento. Si no, seguirá igual que hoy, o acaso peor.
Enrique Santos Molano
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