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Colombia reclama derechos sobre espacio ultraterrestre

Frente al tratado para la utilización del espacio ultraterrestre, Colombia discrepa de su filosofía.

La llegada a la Luna hace medio siglo fue, quizás, la hazaña más importante para la humanidad. El mundo pudo ver el lanzamiento del Apolo 11 desde el oeste de Florida (Cabo Cañaveral) con tres tripulantes a bordo, los astronautas Neil Armstrong, Edwin Aldrin y Michael Collins, y el descenso del primero en la superficie lunar. La Nasa y Estados Unidos lograban superar así la gran tragedia que habían tenido dos años antes (enero de 1967), cuando un cortocircuito produjo el incendio de la cápsula del Apolo 1, que cobró la vida de sus tres astronautas. Era además la forma de frenar a la entonces Unión Soviética, que desde 1957 le llevaba la delantera en la conquista del espacio.
Después de 1969 cesa la carrera por la conquista del espacio, y la política exterior de las dos superpotencias se orienta ahora a lograr la cooperación internacional en la utilización pacífica del espacio ultraterrestre y la adecuada reglamentación de las telecomunicaciones. En este sentido, ya habían suscrito dos años antes, con otros Estados, un tratado que les garantizara el monopolio de la utilización del espacio ultraterrestre, en detrimento de los Estados en desarrollo. Situación que viene agravándose debido a la brecha tecnológica que separa los países y la saturación que ya existe de la órbita geoestacionaria, considerada un recurso natural limitado. Estamos hablando del Tratado para la utilización del espacio ultraterrestre, de 1967.
Frente a este tratado, Colombia discrepa de su filosofía, ya que considera que se inspiró más en la conquista del espacio para fines militares que para darles un tratamiento adecuado a las telecomunicaciones y la colocación de satélites geoestacionarios. De ahí que, a partir de 1975, el canciller Indalecio Liévano reivindica la soberanía sobre el segmento de la órbita geoestacionaria que nos corresponde entre los 70 y 75 grados al oeste del meridiano de Greenwich, situada a una distancia de 35’786.557 km de la Tierra. Es por eso por lo que se requiere de un régimen especial del espacio ultraterrestre de las comunicaciones espaciales geoestacionarias que complemente o sustituya el “sacrosanto tratado de 1967”. Sin que eso se logre, Colombia no puede ratificarlo.
La órbita geoestacionaria es, por decirlo así, un anillo imaginario de un ancho de 150 km y un espesor aproximado de 30 km en el que un satélite geoestacionario tiene el mismo período de rotación de la Tierra cuando se desplaza en una órbita elíptica o inclinada respecto del ecuador. Desde la Tierra parecería que este satélite describiera un círculo alrededor de un punto sobre el ecuador cada 24 horas. De ahí que un satélite geoestacionario pueda tener bajo observación una amplia zona de la Tierra desde el punto donde se encuentre.
Colombia pretendió aprovechar las ventajas que tiene la órbita geoestacionaria para la colocación de satélites geoestacionarios y acudió a la UIT para la autorización de dos satélite geoestacionarios (Satcol I y Satcol II), y beneficiarse de las ventajas de estos satélites de comunicación y obtener los mismos servicios en todo el país, así como lograr la aplicación de los servicios de telecomunicaciones a las entidades que requieren esos servicios.
Colombia alcanzó a obtener la ‘Publicación anticipada’ de la UIT, en la cual se describen las características de los dos satélites y las correspondientes estaciones terrenas. Pero sobre todo señalaban la fecha de la operación del satélite para diciembre de 1984. Sin embargo, el registro no se hizo oportunamente, y con ello se desperdició la oportunidad de tener un satélite propio y se abandonó por completo el tema en nuestra política exterior.
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