Además de oraciones, música, salvas y juramentos, la posesión del nuevo presidente de Estados Unidos estuvo acompañada de tres discursos. Solo el del mandatario entrante acaparó atención mundial. Pero importa examinar las breves palabras de quienes se dirigieron al público minutos antes de que Donald J. Trump recibiera la investidura.
Primero habló Roy Blunt, senador republicano que presidiera la ceremonia inaugural en representación de ambas cámaras del Congreso. En sus cuatro minutos, Blunt resumió más de dos siglos de historia para destacar el enorme simbolismo del evento. “Lugar común” y “milagro”, lo llamó.
Lo del “lugar común” tiene una explicación simple: su ocurrencia regular, cada cuatro años, convertida en costumbre bicentenaria. Lo del “milagro” requiere mayor elaboración. Abre el interrogante sobre la transferencia pacífica del poder a través de las urnas, con dos componentes: el acceso de la oposición al Gobierno y la aceptación de la derrota electoral.
“El consentimiento del perdedor” es el nombre asignado al comportamiento político que define el procedimiento democrático. Blunt se refirió al hito de 1801 en Estados Unidos: la primera vez en el mundo que un gobierno entregó el poder a sus opositores tras una lucha electoral. Fue, y sigue siendo, un hecho de rara ocurrencia mundial. De allí todo el simbolismo de la presencia de Obama, el mandatario saliente, y de dos expresidentes demócratas, pero más aún de la candidata derrotada, Hillary Clinton, cuya votación popular excedió en tres millones a la de Trump, sin conquistar las mayorías del Colegio Electoral.
Blunt hizo un llamado a la unidad, con citas de Jefferson y Lincoln. Y destacó la ceremonia como una celebración “no de la victoria, sino de la democracia”. Pero en el contexto de estas últimas elecciones, su alusión al “milagro” sonó más como advertencia sobre la fragilidad perenne de las conquistas democráticas que como celebración.
Mayor atención exige el segundo discurso que antecedió al de Trump, por Chuck Schumer, líder de los demócratas en el Senado. Fue la única voz del partido opositor en el evento –varios demócratas, en efecto, decidieron ausentarse–. Su reto en semejante ocasión era sentar posición, sin ser aguafiestas.
Lo hizo, creo, de manera admirable. El suyo fue un mensaje de inclusión minutos antes de que se posesionara quien hoy lidera, y personifica, la visión contemporánea excluyente de EE. UU.
“Cualesquiera sean nuestra raza o religión –dijo Schumer–, nuestra orientación sexual, nuestra identidad de género; así seamos inmigrantes o nacidos aquí; seamos o no minusválidos, ricos o pobres, todos somos excepcionales en nuestra común y feroz devoción a nuestro país”. Un mensaje patriota, clásico, radicalmente distinto del expuesto minutos después por Trump. Algunos le critican a Schumer el no haber reivindicado nada positivo del legado de Obama, sumándose, por el contrario, al cuadro de penumbra extrema que Trump dijo recibir. Pero ese no era quizá el escenario para una abierta confrontación partidista. A pesar de su elegancia y sutileza, las palabras de Schumer provocaron abucheos entre los seguidores de Trump.
Schumer prefirió reiterar ciertos valores universales con los que se han identificado las aspiraciones de la democracia moderna: “La protección por igual a todos bajo la ley, las libertades de expresión, prensa y religión, las cosas que hacen de América América”.
Sin duda, Blunt y Schumer tienen diferencias políticas. Pero las palabras de ambos reflejaron un sentido de la historia, de las instituciones, y de tradiciones bipartidistas ausentes en el discurso de Trump.
Eduardo Posada Carbó
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