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La humanidad, en experimento

Hoy es el coronavirus. Mañana puede ser la explosión de la naturaleza ante el calentamiento global.

“Países enteros sirven de conejillo de Indias en un experimento social de gran escala”, observó en días pasados el historiador Yuval Noah Harari. La frase se quedó corta. Es casi todo el mundo. Solo la Antártica parece estar aislada del trágico laboratorio en el que hoy se encuentra sometida la humanidad.
¿Exageración? Los suecos están intentando rutas distintas. Bolsonaro ha ignorado las dimensiones de la crisis. Unos y otros, sin embargo, también forman parte de un experimento que, hasta hace poco, parecía confinado a la ciencia ficción. (Los invito a leer el breve relato de E. M. Forster La máquina se para, publicado en 1909).
Es un experimento de múltiples caras, organizado para contener la amenaza invisible de la covid-19.

En este inmenso experimento social, debemos elegir
entre dejarnos utilizar como conejillos de Indias o estar bajo control de nuestros propios destinos.

Sometidos al acuartelamiento masivo, inédito en su extensión universal, cada país está probando simultáneamente con nuevos métodos de trabajo, con vidas sociales a distancia, con la paralización de vastos sectores de la economía y, por lo tanto, con enormes y abruptos niveles de desempleo, con novedosos pasatiempos para matar la aburrición de la soledad…
Son todos ensayos para enfrentar tragedias colectivas descomunales. Hoy es el coronavirus. Mañana puede ser la explosión de la naturaleza ante el calentamiento global.
Pero este es, sobre todo, un gigantesco experimento social sobre las relaciones entre el Estado y la ciudadanía, y las relaciones entre individuos en el seno de las respectivas comunidades para resolver crisis. Un experimento que puede servirse de poderosas herramientas tecnológicas en la búsqueda de fórmulas apropiadas para salir del pandemonio.
El uso sabio de la tecnología está, no obstante, lleno de advertencias que es necesario registrar.
No es quizás coincidencia que dos revistas inglesas de posiciones políticas disímiles, 'The Economist' y 'New Statesman', le hayan dedicado esta semana especial atención al mismo tema, con similares preocupaciones: el impacto de la “biovigilancia” estatal en nuestras vidas.
Ninguno duda de la necesidad de la intervención estatal para luchar contra la pandemia –“la más dramática extensión de los poderes del Estado desde la Segunda Guerra Mundial”, según 'The Economist'–. Y ello ha ocurrido “casi sin tiempo para el debate”. No se trata solo de la mayor injerencia gubernamental en la economía, sino en la privacidad e intimidad de los individuos.
Algunos quieren ver en los desarrollos del mundo asiático el modelo del futuro. Allí, en China, Singapur y Taiwán, la curva del coronavirus se aplanó y va hasta en descenso. Los mecanismos de control para garantizar el confinamiento, clave para contener la covid-19, han acudido a la “biovigilancia” a través de los teléfonos celulares. Estos sirven para seguir el movimiento de sus usuarios, medirles su temperatura, verificar si están o no en condiciones de ingresar a sus propios edificios de residencia, restaurantes y teatros, seguirles el paso a sus familiares y amigos.
Si tales medidas son necesarias para detener la hemorragia, que ya ha cobrado unas 50.000 vidas, ¿cómo objetarlas?
Por supuesto que la preocupación no es con el remedio para una crisis que reclama acciones de urgencia extraordinaria. Importa anticiparse. Como advierte 'The Economist': un gobierno para la pandemia no es el adecuado para la vida diaria normal. Jeremy Cliffe, en New Statesman, sugiere que “la distribución del poder de la biovigilancia” debe convertirse en la “principal preocupación de los amigos de la democracia y las libertades civiles”.
En este inmenso experimento social, debemos elegir entre dejarnos utilizar como conejillos de Indias o estar bajo control de nuestros propios destinos.
Eduardo Posada Carbó
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