Por esta época, siempre recuerdo el titular a todo lo ancho de la primera página del Diario del Caribe aquel 31 de diciembre de 1986: ‘11.000 muertos. El balance policial de fin de año’.
Repito la anécdota, pues sirve para ilustrar la tragedia humana sufrida por más de tres décadas en Colombia. Aquella cifra descomunal, que guardo como referencia, se triplicó años después, como la barbarie sin límites.
Desde el 2002, los homicidios comenzaron a descender en proporciones significativas. Siguen en descenso. En términos absolutos, las cifras son similares a las de 1986. No en términos relativos. Al cierre del 2016, el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, confirmó la tasa de homicidios más baja de las últimas cuatro décadas: 24,4 por cien mil habitantes.
Estamos por debajo del promedio de la tasa regional, como señala Pascual Gaviria (El Espectador, 11/01/17). (Gaviria observa un ascenso en homicidios desde el 2015, pero basado en cifras de Medicina Legal, que suelen diferir de las de la Policía).
Son buenas noticias, así el descenso de la tasa de homicidios del último año fuese de pocos puntos, como anota Mauricio Vargas (EL TIEMPO, 8/01/17). Caídas abruptas del homicidio desde el 2002 han sido excepcionales. La tendencia general ha sido a la baja gradual. Otros indicadores, como destaca Nelson Camilo Sánchez, apuntan a un cuadro positivo en la lucha contra la violencia (Semana, 30/12/16).
Las relaciones entre conflicto armado y niveles de homicidio han sido objeto de controversia académica. Parecen más claras las relaciones entre homicidio y narcotráfico, aunque este último ha estado estrechamente vinculado a la perseverancia y expansión del conflicto. Es evidente, sin embargo, que sin conflicto gana la vida, razón primordial en favor de la paz.
Los acuerdos de paz con las Farc permitirán además al Estado ocupar mayores fuerzas para combatir el llamado homicidio común. Pero persisten el conflicto con el Eln (aunque con esperanzas de negociaciones) y la lucha contra un buen número de otras organizaciones criminales. El proceso de desmovilización requiere de la mayor vigilancia posible de las Fuerzas Armadas para garantizar la seguridad de los desmovilizados y la población civil. Lo sucedido en Centroamérica, donde las tasas de homicidios se dispararon tras procesos de paz, sirve de seria advertencia.
Estamos enfrentados –importa subrayarlo una y otra vez– a un problema de dimensiones descomunales, no obstante las mejoras. “Lo que parece claro –dice Gaviria frente a la tozudez de las altas cifras de homicidios– es que cada vez será más complejo marcar grandes avances”.
Necesitamos quizás metas mucho más ambiciosas, esfuerzos aún más extraordinarios, políticas mucho más imaginativas. Gaviria observa, con razón, la concentración geográfica de buena parte de los homicidios. En efecto, según verdadabierta.com, en cuatro departamentos (incluida nuestra capital) ocurrieron más del 50 por ciento de los homicidios entre 1993 y el 2013. La geografía de los homicidios debe servir para establecer prioridades mejor definidas.
Podríamos aprender más de las políticas que han tenido éxito en el país. Valga la insistencia. Bogotá cerró el 2016 con una tasa de homicidios de 15,8 por cien mil, drástica reducción desde que la ciudad contara con una de las tasas más altas de homicidios entre las capitales latinoamericanas, dos décadas atrás. En ocasiones anteriores me he referido a Tunja por su baja tasa de homicidios, potencialmente aleccionadora.
Ante todo, tendríamos que ser capaces de concebir el porvenir sin estas tasas de homicidios, que nos mantienen alejados de la civilización.
Eduardo Posada Carbó
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