¿Qué tipo de liderazgo exigen las sociedades del siglo XXI? Mejor aún, ¿cuál es el liderazgo adecuado para garantizar un mundo libre y próspero?
Por muchas décadas, el tema se volvió marginal entre los académicos. Se pensó primero que todo obedecía a grandes estructuras económicas y sociales. Se pasó después al dominio de los modelos cuantitativos que pretenden explicar la humanidad con precisión matemática. Ni una ni otra perspectiva dejan mayor espacio para el papel de los líderes.
Imposible seguir ocultando el sol con las manos. Estamos acosados de liderazgos, de pretendientes y clamores sociales. El culto eterno a ciertos líderes no parece sorprender –como se demostró en días pasados con la patética fascinación por Fidel Castro, sobreviviente entre muchos intelectuales–. La elección de Trump y la explosión populista en Europa obligan ahora a reflexionar sobre el tema.
Dædalus, la revista de la Academia Americana de las Artes y las Ciencias, le dedicó su número del verano al ‘liderazgo político’. Archie Brown, reconocido sovietólogo de Oxford y autor del libro 'El mito del líder fuerte' (2014), se encargó de la edición, que incorporó una serie de ensayos escritos por prestigiosos académicos como Nannerl O. Keohane, Barbara Kellerman y Anthony King.
Keohane parte de la distinción entre liderazgo y poder. Con frecuencia, el poder (de la fuerza o del dinero) existe sin liderazgo. Es la concentración del poder, según Keohane, la que se opone a la igualdad política, principio fundamental en democracia. Pero hay liderazgos que conducen al abuso del poder. ¿Cómo asegurar entonces que los liderazgos sirvan al fortalecimiento de las democracias, no a su debilitamiento?
La revolución informática ha creado desafíos que harían del liderazgo un problema aparentemente paradójico. Algunos trazan paralelos entre el auge de las redes sociales y la crisis del liderazgo contemporáneo. Los líderes, como los expertos en cualquier materia, estarían perdiendo relevancia frente a las comunidades empoderadas por la tecnología.
“Los líderes se han debilitado mientras los seguidores se han fortalecido” dice Barbara Kellerman. Pero he aquí la paradoja: es en este escenario de “seguidores fortalecidos” con liderazgos en crisis donde surgen los mesianismos populistas, de derecha e izquierda.
Archie Brown articula varias premisas que, en su conjunto, ofrecen una especie de teoría sobre el liderazgo para la democracia. La primera es obvia: en una democracia deben coexistir múltiples líderes. Es un sano principio descentralizante que remite a pensar en liderazgos colectivos.
Aplíquese al poder lo que se aduce contra la economía central planificada de las desastrosas experiencias comunistas: como ningún individuo tiene el pleno conocimiento de todas las cosas, es prudente permitir el libre juego de todas las voluntades en el mercado. De manera similar, las decisiones sobre el destino de las comunidades suelen ser más sabias cuando se toman por una asamblea que cuando dependen de un solo individuo. Lo había dicho Adam Smith.
Brown distingue entre liderazgo fuerte y efectivo. La necesidad de los primeros no es solo rara y extraordinaria, sino también síntoma de malestar. Con frecuencia produce, además, pobres resultados. Conduce a errores y equivocaciones, en ocasiones fatales. Andar a la búsqueda de líderes fuertes, advierte Brown, es ir tras “un dios falso”.
Nadie sabe quién es el primer ministro de Suiza, observa Anthony King. A veces ni los suizos. Sin líderes notables, sigue siendo un país modelo del buen gobierno. Hay que desarrollar, pues, instituciones y costumbres “a prueba de liderazgos”.
Eduardo Posada Carbó
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