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Vindicación de Belalcázar

No estamos en condiciones de juzgar el espanto de su saga.

Eduardo Escobar
Todas las ciudades fueron fundadas por el miedo y mantenidas por la guerra, y en los paseos públicos, todas honran las efigies de los grandes depredadores que hicieron florecer, inspirados por la codicia o la ambición de gloria, estos laberintos donde nos apiñamos en la esperanza de ser felices en algún lado, lejos de la horrible naturaleza que hace la vida dura, brutal y corta, según Hobbes. Uno quisiera ver en las plazas las mujeres hermosas del pasado inmortalizadas por el bronce en un paso de danza. O la inteligencia de la especie, en los inventores de vacunas, y los ingenieros de las sinfines que rompen montañas y desvían ríos. Pero el mundo está hecho de otro modo. Y su historia coincide con la de las batallas. Como si la racionalidad solo pudiera construirse después de digerir el amargo caos. La vida es espléndida pero también trágica, un holocausto perpetuo, una matanza incesante. La errancia humana hasta hoy fue una marcha de guerra. No existe un pueblo que se haya visto libre de su fiesta macabra.
En Popayán algunos decidieron abajar la estatua de Belalcázar, fundador de la ciudad. Una de esas tonterías ideológicas que nos hacen sucumbir tantas veces a la ira primero y después a la vergüenza, cuando las emociones arrastran la razón descompuesta ante el espejismo de un mito opaco o un prejuicio espinoso. Un amigo mío solía repetir que el filósofo ni ríe ni llora, sino que comprende. La conquista de América, contra lo que digan aquellos que se solazan en rumiar rencores, escribió una épica incomparable. La historia de la literatura latinoamericana debe contarse a partir de los cronistas de Indias y los poemas de Juan de Castellanos y La araucana, que tuvo el privilegio de figurar en la lista de los libros de don Quijote. Belalcázar, con todo el horror que supone, perteneció a una horda de desmesurados magníficos que corrieron el continente recién descubierto para la civilización occidental, enardecidos, robando y matando y aniquilándose entre ellos. La corrección política de los intelectuales del resentimiento dice que entraron a la fuerza en territorio ajeno. Es una media verdad. El Nuevo Mundo estaba casi vacío. Y no hubo forma de encontrar una maldita notaría cerca que acreditara las lindes, de dónde a dónde pertenecían, y a quién, esos tremedales de zancuderas y caimanes. El escribano más próximo debía de estar en Sevilla.
Para acabar de ennegrecer a los conquistadores, los cagalástimas apelan a una ilusoria inocencia nativoamericana. Pero los pueblos aborígenes andaban revueltos en sus propios combates dinásticos cuando ellos llegaron con sus caballos. Y Castellanos recuerda al cacique que quemó el bosque para sacar a las bestias de sus guaridas y proporcionar el placer de una montería a un conquistador. Belalcázar y su gente integraron al poderoso movimiento de la humanización de la tierra, al proceso de la aún en ciernes patria planetaria, una porción de la humanidad que seguía al margen de la aventura común desde que colapsaron los puentes de Bering. Y trajeron un alfabeto, y proscribieron el canibalismo y los sacrificios infantiles. A veces, dice Plutarco, se impone lo útil sobre lo justo.
Belalcázar es una tecnología. El hierro. Y las guitarras de Arabia. Es imposible minimizar las culturas que Europa arrasó. De artistas de terrores, talladores de seres amenazantes en lascas volcánicas surgidos de la ingesta de las plantas alucinógenas. Pero hay un abismo entre las estatuas de San Agustín y la escultura del clásico griego. Quizás los europeos hayan perdido el juicio al encontrarse con su propio pasado. No estamos en condiciones de juzgar el espanto de su saga. ¿Y qué tienen que ver los iconoclastas que derribaron la estatua de Belalcázar con los que arrostraron al monstruo vivo? Un examen genético probablemente hallaría en ellos los cromosomas de Añasco apareados con los de la Gaitana que lo vio descomponerse incompasiva, horriblemente hinchado, devorado por las moscas. Un poeta dijo: Yo es Otro. Yo digo: todos somos el mismo. Y en el mismo lugar.
EDUARDO ESCOBAR
Eduardo Escobar
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