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Un país salvaje

Wild Wild Country es un documento impresionante sobre la ambigüedad de la naturaleza humana.

Eduardo Escobar
El documental, premiado en el Festival de Sundance, puede verse en Netflix. Es devastador. Primero deslumbra con el bello propósito de unos entusiastas de la vida. Y después nos conduce al abatimiento, con el cuento de unas personas hermosas y cándidas, los hijos necesitados de sentido de la prosperidad industrial, muchos salidos de las universidades, que fundan en un erial una comunidad autosuficiente en la cual todos participan con fervor, trascendiendo la noción del trabajo como tortura: la comuna fundamentada en el amor es un sueño antiguo: el de la restauración de la tribu, quizás.
Esta vez, bajo la fascinación de uno de esos santones que suelen venir a cosechar dólares en Occidente, convertidos hace años en un renglón de las exportaciones de la India, el experimento asombra y estimula, para deprimir al final. Cuando todo para en los tenebrosos laberintos de las fiscalías, saboteado por la burocracia gubernamental, por el aparato estatal, incapaz de asimilar la rareza. Como en todas partes cuando los políticos ven amenazados sus privilegios rutinarios por una anomalía, comenzó una cacería legal. Y la insólita comunidad de hermanos en un ideal que pensaba que es posible copular sin remordimiento y que la vida puede ser una fiesta sin casarse, es declarada ilegal por una cuerda de políticos expertos en torcer la ley para mantener el poder.
La crónica plantea muchas preguntas sobre la insatisfacción del hombre moderno, y sobre la perversidad intrínseca de ese puritanismo cristiano que aún cree que la Tierra es plana, que el mundo fue creado en seis días y que está a cargo de una familia de artesanos de Palestina. Y demuestra que puede haber mucha fealdad en los virtuosos de catecismo, y mucha diablura engramada en el sentimiento de nación. Los fieles del santón parecen más queribles con sus desafueros, y empelotas, que los funcionarios del establecimiento, de almas encorbatadas y resecas.

La crónica plantea muchas preguntas sobre la insatisfacción del hombre moderno, y sobre la perversidad intrínseca de ese puritanismo cristiano que aún cree que la Tierra es plana

El siglo XX, a partir de una serie de tragedias que comenzaron en comedias, creó en Estados Unidos una épica. Jesse James, Dillinger, las mafias de judíos e italianos en los años de la prohibición son apenas unos pocos ejemplos de la veta que los estudios cinematográficos y las editoriales convierten en oro. El etcétera es largo. Pero la saga de Osho en Antelope, Oregón, es difícil de parangonar. La tragedia de un grupo de indios atraídos por las libertades del capitalismo gringo que se afinca junto a una aldea de jubilados para vender una formidable aventura crematística como si fuera la odisea de la vuelta a la inocencia original, con la marca de un santón siempre sonriente, de mirada hipnótica, que impartía sus bendiciones luciendo un reloj de un millón de dólares desde el fondo de uno de sus treinta Rolls Royce, arrastra gentes de todas las clases y las razas, adoctrinadas con una cartilla de rancias teorías recocidas sobre la sexualidad y la meditación.
Con palas mecánicas y cargas de dinamita rediseñan el paisaje, llevan las casas del nuevo edén en tractomulas y helicópteros, hacen agricultura inteligente, ceban gallinas, pavos, reses; represan aguas, implantan bosques, y abren espacios para la danza y la cópula. Y esto fue lo que no soportó el establecimiento. El escándalo del amor libre y la amenaza de la felicidad movilizaron la maquinaria estatal. Y la colisión entre las miserias del orden dogmático y la falta de escrúpulos de los buscadores de felicidad degeneró en violencia, traiciones y lágrimas. A todas las utopías les llega su némesis.
En la de Osho, una masa de ilusos necesitados de libertad interior cayó en la trampa del espíritu de secta. Obnubilada por un clan de simoníacos, pescadores en el río revuelto del baratillo contemporáneo de todo lo sagrado, dirigidos por una gerente genial llamada Shilla. Y el cuento de una ciudad salvaje y festiva articulado sobre una arcaica mentira acaba en los tribunales y con el ruido de los cerrojos de las prisiones. Wild Wild Country es un documento impresionante sobre la ambigüedad de la naturaleza humana.
Eduardo Escobar
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