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Teresita Gómez

Entre milagros, crisis artísticas y tragedias familiares, Teresita se conquistó a sí misma.

Los nadaístas llamábamos Teresita, a secas, a María Teresa Gómez Arteaga. Ella estaba acabando de crecer en el apartamento del vigilante del instituto de bellas artes en la avenida La Playa, en Medellín. Nosotros pasábamos frente la pequeña construcción art déco en nuestras extensas caminatas nocturnas en busca de intimidad, lejos de la curiosidad de la policía, para celebrar nuestras fumatas de eruditos precoces, y le gritábamos. Adiós, Teresita. Y ella respondía complacida. Ya era famosa en los círculos parroquiales de melómanos. Había tocado un concierto a los diez años. Entonces debía tener quince. Como yo.
Nosotros no éramos famosos como ella por algo aceptable socialmente, pero nos hacíamos conocer por nuestros desmadres poéticos, el hábito arrevesado de dormir de día y andareguear las noches, y nuestro terrorismo cultural que nos concedía el derecho de ostentar cierta coquetería. Había una complicidad entre Teresita y nosotros de la cual éramos inconscientes: la de los seres marginales que pretendían hacer de su vida una obra de arte. Ella había sufrido más que nosotros, según supimos a medida que su biografía se hizo pública.
Creo que entre mis amigos, ninguno tuvo una vida tan novelesca. O tan fabulosa, porque también podría considerarse un cuento de hadas. A partir del día de nacer con todas las desventajas del mundo, en el desamparo, con un agujero por todo porvenir, su vida fue secretando también una red de amores secretos, trenzados por un ángel, que propiciaron extrañas coincidencias y le permitieron dar los primeros pasos en un ambiente familiar amoroso, aferrada a las patas de los pianos de un pequeño conservatorio donde aprendió a tocar por inspiración, sola, por las noches. Hasta que alguien la descubrió con asombro. Y le reveló su futuro. Deseaba un imposible: un piano propio. Y un día, como dicen que les pasaba a los santos antiguos, alguien sin nombre le mandó uno de regalo a su casa. Ya tocaba Chopin, quizás empezaba a interesarse por los compositores colombianos, como Calvo. Y enseguida encontró los maestros que afinaron su talento y refinaron su técnica.
Entre milagros como esos (y los bondadosos padres adoptivos que le dio la suerte), entreverados con crisis artísticas, dudas sobre sí misma y tragedias familiares, Teresita se conquistó a sí misma y el aura que ahora irradia, después de ser mimada por la vida como si la quisiera, y vapuleada a fondo como si la odiara; de abandonar la música en la bohemia para retomarla más tarde, y después de tantas y tantas cosas buenas, los viajes, los agasajos, y malas, como las muertes no queridas.
Teresita recibió el sábado un homenaje en el teatro Colsubsidio. Otro. Porque no le han faltado condecoraciones y honores. En la diplomacia, y en las invitaciones a presentarse en escenarios que no parecía autorizada para soñar siquiera cuando la engendraron en Buenaventura. Yo mismo le hice un modesto honor hace años, el de mis capacidades: una dedicatoria antes del libro mío que más quiero, no por lo que incumbe, sino porque rescata un adorable músico místico del siglo XIX bogotano que se emasculó, como Orígenes, y envió el apéndice de regalo a una novia. Y construyó órganos en Venezuela. Y ennobleció los ritmos nacionales. Pero eso tiene que ver con Teresita solo por la concurrencia en la música. Y por este recuerdo: cuando presenté el libro sobre Julio Quevedo, la Universidad Eafit de Medellín organizó una velada con un documental y la sorpresa de un recital con obras del patético personaje de mi relato interpretadas por Teresita. Fue misterioso. No nos veíamos hace años. Ella llevaba un vestido azul noche de terciopelo. Y me dijo cuánto le había costado preparar el concierto pues las partituras de mi querido espectro estaban llenas de errores. Pero añadió ante mi decepción: pero estos podrían ser culpa de los copistas. Y no era más. Y este aplauso. Que vale como una declaración de amor.
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