Mi generación apeló a un florido desorden contra la razón desprestigiada por las realidades de un orden inicuo. Dicen que entonces la prosperidad capitalista descubrió que los adolescentes podían convertirse en clientela. Pero fuimos más que compradores sonámbulos. Quisimos implantar fuera de los partidos y las ideologías una noción de la vida donde primara la generosidad sobre el autismo espiritual del egoísta, porque nos pareció saludable renunciar a la vanidad del idiota demasiado convencido de sus verdades, y a los antivalores de la codicia.
Dejamos de odiar el cuerpo que los predicadores habían asimilado a lo pecaminoso: se cantó la vida, se restableció la igualdad perdida entre los seres. Surgió un nuevo respeto por lo original y por las estéticas de las razas pardas, coincidiendo con la crisis de los colonialismos. Y nació un interés entre sagrado y morboso por los pliegues de la conciencia que revelan los sicodélicos. Y bajamos a los subfondos de la mente para liberar la conciencia de las cadenas de los poderes establecidos, que se habían mostrado incapaces de hacer un mundo bueno. Y se inventó la noción de la mujer-compañera más allá de la hembra y de los deberes sacramentales y los notariales. Hicimos del sexo una forma de oración. Y los músicos negros de las ciudades yanquis que acunaban nuestros coitos se negaron en adelante a subir con sus saxofones, entre repollos podridos, por el ascensor de las basuras, a inventar la felicidad ajena en los hoteles de cinco estrellas.
El brote exasperó a nuestros padres y a los cuerpos de policía, como si con nuestras pretensiones hubiera vuelto la peste negra. El mundo estaba tan pervertido que consideró delictuoso el empeño de reinventar el amor en nombre del joven Rimbaud y de Blake y de Lao Tse. El Tao dice que se habla de paz cuando hay guerra. Y así debe ser. Porque la cosa degeneró en un montón de espantos por una antigua y extraña fatalidad que inclina al mal nuestros mejores empeños. Sin embargo, fue una hermosa aventura con tragedias y todo.
Ahora vivimos un horror nuevo. El imperio de la banalidad y de lo soso. Ahora nada tiene valor porque todo tiene precio. Las marrullas de los empresarios y la mediocridad de los políticos usurparon el espacio de nuestros sueños. Y la sociedad parece retornar a la horda hechizada por los prestidigitadores del interés y la usura que ocultan la falta de las ideas bajo capas de maquillaje y los pretextos de la virtud. En medio del vacío del honor ausente, disuelto en el ruido y la apariencia, los nuevos virtuosos, que a veces son la cara social del demonio, demagógico-demoníaca, dijo Broch, amenazan con los terrores del inquisidor que mi generación quiso conjurar. Las iglesias en la roca o no. Los empresarios de Jesucristo Inc. Los pastores y las pastoras, las organizaciones secretas de los piadosos aspiran a devolvernos a las teocracias del pasado. Apoyados en las oscuridades llenas de prestigio de la Biblia, el más sombrío de los libros conocidos. Y en la manipulación de las redes sociales. Hoy, el movimiento de la historia parece derivar en una regresión inexplicable hacia la restauración de la religión opresora, de la ignorancia transfigurada en teología, para ordenar la sociedad con arcaicos prejuicios africanos.
El Occidente liberal moderno se forjó en una larga, dolorosa polémica con Dios. Y esa es la mejor gracia de la idea de Dios. Pero existen peligros innombrables en las tortuosas intenciones de volver a los fanatismos que condenaban a los homosexuales como Wilde a la cárcel y a los practicantes del sexo oral, y a las adúlteras a la lapidación, y los libros incómodos al fuego. Ojalá el Niño Jesús nos libre del retorno a la tiniebla dogmática. Y se acuerde de cuántas veces resultaron más crueles que los malos los buenos que encubren sus ambiciones de poder bajo la máscara de la fe y el servicio divino. Señor, líbrame de tu siervo Pablo.
Eduardo Escobar
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