Vuelven los toros al centro de la gran discusión nacional. Se repiten las mentiras del falso orgullo, las medias verdades de la indignación pueril; se emiten aporías, esos callejones de la razón. Que si hacen parte de la cultura popular como los eructos en la sancochería; que si son arte elitista o simple vileza. Si los defensores de los animales son unos solapados que comen churrascos. Si democracia es aceptar los hábitos, por sosos que sean, de las minorías. A veces traen a colación otras salvajadas: el coleo, las riñas de gallos. No se mencionan las peleas de perros que divierten a algunos canallas. Ni la caza deportiva, que es un exceso para idiotas con complejo de inferioridad.
El toreo tiene algo de ciencia pues el torero, payaso de lentejuelas, coleta, gorra anacrónica, debe leer los espacios que lo separan de su acezante enemigo gratuito, calcular hasta dónde se arriesga, y aprovechar el punto ciego del ojo de su contrincante. El toreo es una bella astucia. Y un fraude.
Pero sobre todo está el placer del dolor ajeno. En secreto se disfrutan los documentales de guerra, los boxeadores humillativos, las catástrofes, los errores del éxito. Tal vez se va a las plazas de toros con la oculta aspiración de ver un torero despernancado. Algunas muchachas llevan claveles, pues saben que deberán conformarse con el tributo del toro casi siempre. No sobran Manoletes para inmolar todos los domingos.
Los clásicos sacrificios humanos exigían el fasto. La ciudad se engalanaba, los espectadores acudían con ramas de acacias a los atrios, los flautistas soplaban las gimientes tibias de un abuelo, y los sacerdotes pronunciaban sus galimatías solemnes armados con cuchillos, dando pasos lentos hacia el ara. Por fortuna, muchas tradiciones se han ido dejando atrás. El degüello de niños en honor de Sirio. La tierna convención de enterrar al marido con la mujer. La costumbre de crucificar a los ladrones. O se volvieron banales. Como los reinados de belleza. Ya no son los homéricos. Hoy, cualquier embrollito de silicona merece el tiesto de oricalco.
Esa herencia de la colonia española se demora en pasar a las carpetas de los arqueólogos de las manías populares. Por bello que sea, es cruel jugar con un animal deslumbrado ante el griterío de los tendidos, las armas afeitadas, mientras unos timoratos le enturbian las entendederas que le quedan agitándole mariposas de trapo en el hocico. Es una mitigación de los juegos de Diocleciano. Que completaban los gladiadores. Y que hoy parecen grotescos.
Los taurófilos no pueden condenar la dieta de los taurófobos. Los animales destinados al consumo se matan de manera más expedita. No mueren humillados. Y en público. ¿Por qué los seres humanos nos sentimos autorizados para obligar a los caballos a arrastrar carretas habiendo motores de gasolina, para ponerles balacas a las perritas de compañía, que es otro abuso, y para convertir un toro en la prenda de un vil negocio?
Nada justifica la barbarie de herir hasta el desfallecimiento a un animal para que unos esnobs borrachos de sol y vino aplaudan su tragedia de arena, cagado de miedo. Ni las gracias de Belmonte y el Culi, ni Lorca ni los dibujos de Picasso o Goya ni la Creta del minotauro. La cultura es la suma de las represiones. En el proceso civilizador la humanidad ha renunciado a otros placeres, al honor de los cortesanos de Guillermo de Aquitania que corrieron la Edad Media destrozando cráneos en ruines torneos, al lujo miserable del cazador posando para una fotografía junto a un elefante muerto. Algunos aún lo hacen. Es que carecen de la conciencia del ridículo.
No olvides los caballos que dejan las tripas en la fiesta, las orejas taponadas, enceguecidos, agobiados por las gualdrapas. El hombre que viaja a las estrellas es un animal bastante tonto a veces. Pues es capaz de defender sus despropósitos con el mito marchito del arte.
Eduardo Escobar