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La vieja farsa

Cuatro años y un libro. En el cual todos leerán un libro distinto. Y pensar que aún quedan años para implementar lo acordado, que solo fue acordado cuando todo estuvo acordado, y para traicionarlo.

Eduardo Escobar
Cuatro años de discusiones, de ires y venires de aviones, de gastar galones de gasolina en los yates de los recreos de los comandantes, y botellas de ron de las bodegas privativas de los comunistas cubanos y tabacos de los más finos, de los de los oligarcas para las poses de las fotografías. De discursos y declaraciones. Y la fatiga de nosotros los otros, los simples espectadores, los que desde los tiempos del ruido nos acostumbramos mal a las torpezas de quienes quieren cambiarnos las cosas mientras nosotros trabajamos por conseguirlas. Qué fastidio. Habiendo tantas cosas mejores para pensar, los políticos nos imponen su ruido. Y no les da pena financiarse con el sudor ajeno.
Imperfectos como somos, solo podemos concebir soluciones chuecas siempre, soluciones problemáticas. Por raro que suene. De la Calle lo dijo: no es el mejor acuerdo: fue el acuerdo posible.
Cuatro años. Y al final sale un libro que además es apenas la síntesis de otros libros secretos: los de las memorias de las mesas, las submesas, las comisiones, las subcomisiones, los comités y los subcomités, de género, de número, y de clase. Cómo se complican aquí las cosas.
No sé por qué les gusta tanto a nuestros bolcheviques poner cara de huérfanos mientras se dan ínfulas de animales históricos. Se hacen muchas ilusiones. Aquí no ha pasado nada que merezca llamarse histórico desde la llegada de Colón. O desde la batalla de Boyacá, considerada una conjura de masones contra un rey abúlico y ultramarino: los dos generales enfrentados aquel agosto pertenecieron a las logias.
Y de ese espíritu burocrático sale al cabo un libro, un libro lleno de ilusiones, de planes de desarrollo, de promesas de dinero para el agua del riego de las granjas utópicas, de nociones falseadas de la justicia, la igualdad y la equidad de todos y todas para que no disuene. Y lo único claro al fin es que a Colombia no la cambian ni a palos. Ni a tiros. Y que sigue siendo muy semejante a la del tiempo de las guerras de Isaacs generadas por una pifia gramatical, y a la de las guerras macheteras de los años de Palonegro y a la de las escopetas de fisto que apaciguó el abuelo de los Moreno, expertos en contratos torcidos. Y a la de Barco y Belisario. Cada una con su tratado de paz al fin del desorden de turno. Porque todo debe cambiar para que todo siga igual.
Cuántas veces el país representó el sainete de la reconciliación después del innoble zafarrancho. Tal vez lo que llamamos historia aquí es el reciclaje de un mito arcaico de antropófagos que se desenvuelve en espirales con los mismos protagonistas repitiendo la misma fofa dignidad de siempre con otra máscara. Bastaba ver a ‘Márquez’ escupiendo latinajos cardenalicios y a Roy Barreras con los ojos apretados en La Habana cantando el himno para saber que a Colombia todo se le va en gestos. Los grandes gestos son cómodos. Nos salvan de preguntarnos por lo que somos. Y del reconocimiento de nuestra trivialidad.
Cuatro años y un libro. En el cual todos leerán un libro distinto. Y pensar que aún quedan años para implementar lo acordado, que solo fue acordado cuando todo estuvo acordado, y para traicionarlo, de declaraciones ante los jueces y de ajetreos de sumarios, incluidos los que se perderán en el camino de las fiscalías y de sentencias basadas en mentiras rampantes y verdades a medias. Y discursos de los comandantes en el capitolio. Y de sus adversarios. Los mismos discursos babosos de la costumbre centenaria. Qué fatiga.
Habría bastado que las Farc hubieran pedido perdón al país por sus vilezas justificadas en las cartillas de la propaganda asiática de la Guerra Fría. Pero no se han dado cuenta de que Marx fue derrotado en la comuna. Y ya no volvió a levantar cabeza el burgués con forúnculos, hijo de rabinos, que odió el dinero y amó despilfarrarlo y que habría muerto de hambre sin esos pocos amigos que soportaron su arrogancia enceguecidos por su vana profecía contra el capitalismo.
Eduardo Escobar
Eduardo Escobar
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