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El coronel mi amigo

Cuando se emborrachaba protestaba contra el ejército al que había entregado su vida y una mano.

Eduardo Escobar
Uno de los peores problemas de este país que tiene tantos es su carácter arbitrario que lo condujo muchas veces al abuso de la justicia. No es un problema nuevo. Cuando apenas se estrenaba la República Santander fusiló a Barreiro sin darle muchas vueltas al asunto, irritando a Bolívar, que lo consideró bárbaro. Pero él había colgado de una viga al pobre de Francisco Vinoni en Boyacá sin fórmula de juicio en un rapto de rencor y el cadáver estaba fresco todavía.
Hace muchos años un coronel amigo mío me dijo a propósito en uno de esos ajiacos de sábado que usan las tribus de los cachacos puros: a mí me tocó lidiar con los remanentes de las guerrillas liberales, gente de El Tuerto Giraldo que se quedó azotando los Llanos después del apaciguamiento de Rojas Pinilla. Y me cansé de coger bandidos para que los jueces me los soltaran. Agitó el vaso, tintinearon los hielos. Era como si despreciaran mi trabajo. Y remató con terrible simplicidad: harto de esa vaina, tuve una idea. Cogía esos sinvergüenzas, los amarraba mal… Y les aplicaba la de la fuga, ala. Y el ala sonó como medio pájaro en el ambiente perfumado de guascas.
Con él nunca se sabía qué iba a pasar después del tercer trago y ya íbamos en cuatro. Como la fiesta se animaba me fui a bailar. Es un decir. Nunca aprendí a bailar como se debe. Y nunca pude entender la guerra. Ni lo que llaman la justicia. Más tarde entendí al coronel. Eso no quiere decir que lo justifique. El filósofo ni ríe ni llora.
Era un tipazo. Tenía algo en la expresión de los dientes delanteros que me asustaba un poco, pero era un vecino servicial, buen miembro de familia y un contertulio agradable. Contaba los cuentos de su vida militar con pasión y gracia. Y era un gran amigo, lo cual habla bien de cualquiera por díscolo que sea. A veces le vi los ojos encharcados recordando a sus compañeros muertos.
Joe Broderick en el libro sobre Camilo Torres lo rebaja. Eduardo Franco en sus memorias de las guerrillas del Llano es benevolente con él. Yo creo que era un ingenuo, peligroso como todos los hombres ingenuos que aspiran a salvar las repúblicas con sus retóricas, pero tierno en el fondo. Me gustaría decir que fue un hombre cabal. Pero por desgracia le faltaba una mano. Nada heroico. En unas prácticas en La Guajira se deshizo tarde de la granada norteamericana.
El más agudo de sus nietos le preguntó un día con lógica infantil, teñida de una cierta ironía involuntaria, mirándole el muñón. Abuelo, usted ganó la guerra, o la perdió. Y él puso cara de saber que la guerra es siempre un disparate. Y que hizo lo que hizo porque era un oficial formado en la Escuela de las Américas y no una monja misionera. A veces cuando se emborrachaba protestaba contra el ejército al que había entregado su vida y una mano.
Cuando lo conocí vivía hace rato en el limbo que llaman uso de buen retiro. Dedicado al cultivo del arroz que a veces puede ser una maldición en Colombia como muchos otros empeños honrados. Lo habían llamado a calificar servicios en el gobierno de Lleras Camargo aunque simpatizaba con las ideas liberales y lo ocultaba mal. Eso lo convirtió en un nudo de resentimientos. Porque no le permitieron calentarse con los soles del general. Decía que para merecerlos bastaba estarse ahí en la sombra, como el sapo muerto, en la falta de iniciativa. Me gustaría saber qué pensaría el coronel del caldo de anzuelos de la irritante paz de ahora, después de la de Rojas que él lidió. De una justicia especializada en reducir víctimas y victimarios por igual a figurones de un sainete de venias fofas. Para algunos en la guerra perpetua del mundo moderno la derecha comete las atrocidades. La izquierda solo comete errores. Lo dijo, palabra más o menos, Paquito de Rivera. El saxofonista cubano nacido bajo el signo de Géminis. Que huyó del paraíso socialista un mayo de 1980.
EDUARDO ESCOBAR
(Lea todas las columnas de Eduardo Escobar en EL TIEMPO, aquí).
Eduardo Escobar
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