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Deshonor de Mafalda

Me da mucha pena con todo el mundo que la ama tanto. Ella no me simpatiza ni me parece tierna.

Eduardo Escobar
Argentina es un país privilegiado por muchas razones, pero también lleno de ambigüedades del tamaño de su rock nacional. Es la patria de Borges, al que alguien definió como un escritor inglés de origen argentino; de Cortázar, un dadaísta que no paró de crecer ni aprendió a hablar como sus compatriotas por culpa de unas erres pastosas de clochard aprendidas temprano, y la hipotética de Gardel, pues también pasa por francés, cátaro de Toulouse por más señas, y montevideano.
Y bajo ese cielo al sur vio la luz solar el papa Francisco, apellidado Bergoglio, primer jesuita en el trono de Pedro, que además se hace llamar en recuerdo del de Asís, fundador de los franciscanos, y no de Javier, su hermano legendario de religión. Un personaje de Borges afirmó que ser colombiano es un acto de fe. Supongo que lo mismo vale para los argentinos. Uno de sus poetas peor olvidados, José Portogalo, fue italiano. Y ocupa para muchos un lugar en la historia de su poesía con más derecho que el Bernárdez que Borges apreciaba. Un argentino de origen croata descubrió la irrepetibilidad de las huellas digitales. Prueba de la impecabilidad del individuo.
Argentina puede envanecerse de haber encontrado por indefinibles azares, a partir de la melancólica guitarra de Magaldi, el prodigio sombrío del tango que para Sábato es un pensamiento triste que se baila; una música urbana que enmarca casi siempre historias amargas de pérdidas, y tan bien configurada al mismo tiempo desde su alianza con el bandoneón alemán huido de las iglesias europeas para oficiar en los suburbios de la París de Suramérica. Armonizando un violín o una flauta en tiempos de Manglio. Y después en los grandes teatros del mundo de la música clásica pulsado por Piazzola.
Argentina fue el granero del mundo, exportador de carnes, cueros, lanas a rodo. El discurso gravoso del tango se bailó en todas partes. Su industria editorial alimentó medio siglo las primeras lecturas de la generación nacida bajo el relumbrón de la bomba atómica. Y fue premiado con seres memorables como Joaquín Lavado, que es el nombre secreto de Quino. El creador de Mafalda.
Pero Quino fue más que el padre putativo de esa niña impotable. Los dibujos que publicó EL TIEMPO hace años en las Lecturas Dominicales salvaron a muchos del terror de esos días hueros que son los domingos, cuando uno se siente como si hubiera cometido un delito. Guardo montones en mis archivos, incapaz de jubilarlos. Algunos son orbes cerrados como novelas contadas en un relámpago. Sus personajes permanecen anclados en mi memoria: el cura que vomita durante la confesión del cocinero, el gorro impoluto, alto, almidonado; el millonario de sangre fría junto al monstruoso Cadillac meditando sobre el alza de salarios bajo el cielo estrellado, esa biblioteca de libros robados. Los mobiliarios, decorados, cortinas, nubes, flores, macetas, mascotas, cada cosa obliga a la belleza a servir a la ironía. Pero la mejor gracia de Quino en la observación implacable de la vida es que jamás deja caer la plumilla en la tentación de la crueldad que es el borrón del humorista. La limpieza del trazo, el detalle que en el arte es todo, mantienen aparte el rencor.
Me da mucha pena con todo el mundo que la ama tanto. Yo pecador me confieso. Mafalda no me simpatiza ni me parece tierna. Tan sabihonda, siempre en plan de juzgarnos con insultante corrección política, llena de incordios. En los tiempos de su aparición hubo otro niño infaltable en los diarios: Charlie Brown padecía el mismo malestar de la cultura. Pero gustaba más entre las gentes de la vanguardia con quienes me crie por la serenidad filosófica, contrastante con los berrinches panfletarios de la mocosa. El éxito popular de Quino le hizo daño en mi tosca opinión: esa niña se robó la atención que merecía el resto de su obra. Dice Daniel Samper Pizano que disfrutaba las sopas que su hipercrítica criatura abominó. Que hablaba poco. Pero uno capaz de mimetizar el mundo con ese deleite, con el genio en la mano, para qué hablaba.
EDUARDO ESCOBAR
Eduardo Escobar
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