Podría parecer un disparate: mientras el Estado colombiano ha gastado más de dos billones de pesos al año en exenciones y subsidios al consumo de combustibles líquidos (por medio del fondo de estabilización y tarifas diferenciales en zonas de frontera), el recaudo asociado con la nueva reforma tributaria vía impuestos a dichos combustibles no llegaría a 500.000 millones (es decir, una cuarta parte del valor gastado en subsidios). ¿No sería mejor eliminar los subsidios que seguir inventándonos sobretasas? ¿Tiene sentido subvencionar y gravar el mismo bien?
Lo anterior cobra especial vigencia dada la falsa prosa ambientalista para justificar el impuesto al carbono que forma parte de la reforma, el cual ha sido presentado como una medida para atender los compromisos internacionales encaminados a combatir el fenómeno de cambio climático. Lo que parece a primera vista un argumento convincente y responsable es en la práctica un nuevo embeleco en la inextricable política de precios y tributos de los carburantes en Colombia.
La realidad del mercado mundial del petróleo hizo que se esfumaran decenas de billones de pesos de los ingresos de la Nación, haciendo necesaria y urgente la actual reforma tributaria para poder mantener el gasto y la inversión social. Todos debemos contribuir lo que nos corresponde, pero el Estado tiene la obligación de llamar las cosas por su nombre. Esto no ocurre con el impuesto al carbono, por medio del cual se incrementan los precios finales de los derivados del petróleo. Tal es el caso de la gasolina y el ACPM (carburante para motores diésel), cuyo valor se afectará inicialmente en 135 y 152 pesos por galón, respectivamente.
Dada la inelasticidad de la demanda de los combustibles y la ausencia de políticas serias de promoción de energías sostenibles en el país, alterar los precios en las cantidades antes mencionadas no afectará el patrón de consumo interno. Es decir, no se reducirá la demanda por estos combustibles y, por ende, no habrá disminución en las emisiones asociadas a su utilización. En las recomendaciones de los organismos internacionales que se citan en el debate público sobre la materia, los impuestos al carbono se sugieren como mecanismo de sustitución y promoción de energéticos más limpios, con el objetivo final de reducir emisiones. Eso no es lo que sucederá en Colombia, en donde simplemente tendremos una nueva sobretasa que engrosará el desatino que se describe al inicio de esta columna.
Como si lo anterior fuera poco, existe otra inconsistencia técnica alrededor del nuevo tributo verde: el carbón se encuentra exento de ese gravamen, a pesar de ser el energético fósil que más aporta a las descargas atmosféricas de dióxido de carbono. Por unidad energética equivalente, el carbón emite al menos un 30 % más que la gasolina o el ACPM. Todo lo anterior significa que vamos en contra de lo sugerido por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), entidad que aboga por la eliminación de los subsidios a los combustibles y por la implementación de instrumentos económicos enfocados en la reducción de emisiones de gases perturbadores del clima.
Ojalá este golpe nos sirva para entender la lección de economía de primer semestre de que los egresos deben estar sustentados en los ingresos, y así no repetir la misma historia dentro de 10 o 15 años, cuando, después de una bonanza de rentas no permanentes, volvamos a quedar con la necesidad de tapar huecos billonarios de forma inmediata. Y ojalá también dejemos de irnos por la fácil (más impuestos para el sector formal) y demos solución al cáncer de fondo que representan la evasión, la corrupción y la ineficiencia del gasto público.
Corolario: ¿por qué fijar mayores tarifas para el ACPM que para la gasolina, si al corregir por contenido energético y consumo aquel produce menor cantidad de CO2?
Eduardo Behrentz@behrentz
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