Por el desayuno se sabe cómo será el almuerzo, y por el tráfico se sabe cómo es una sociedad. En nuestras ciudades, las motos andan por las ciclorrutas; los magistrados, por el carril exclusivo de TransMilenio; los escoltas no cumplen norma alguna, los buses bloquean las intersecciones, las motos zigzaguean entre los carros, los vehículos privados paran donde les provoca, los taxis... Ay, los taxis... Y los peatones –incluidas mamás con coches y discapacitados– se las arreglan como pueden ante el caos.
Frente a esto, solo falta que a alguien le dé por hacer un referendo para preguntar si a los colombianos les parece bien y si sus creencias religiosas están de acuerdo con uno de los pocos esquemas de transporte que piensan en la ciudadanía, en su seguridad: Uber.
Esta no es una monjita de la caridad: es una de las empresas de mayor crecimiento en el mundo, con una valoración de más de 50.000 millones de dólares, y no tiene un solo vehículo. Es el disruptor por excelencia, que viola de manera consciente el marco normativo, con la tranquilidad de ser, como dicen los gringos: ‘too big to ban’ (demasiado grande para ser prohibido).
Desde la innovación y la economía digital, Uber tiene todo el sentido: abre mercado, rompe monopolios existentes, compite y, como resultado, mejora notablemente el servicio para el pasajero.
Desde lo regulatorio: cuestiona el rol del Estado en la prestación y regulación del servicio que hasta hace poco era considerado público y tarea exclusiva del Estado. Bienvenida esta discusión. La mayoría de innovaciones han sido ilegales hasta que se desarrollan los marcos normativos apropiados. La economía colaborativa, propulsada por la innovación tecnológica, es imposible de detener.
Desde lo técnico: hay dos Ubers, el malo y el bueno. El malo, Uber, genera más kilómetros motorizados en las ciudades y no fomenta la discusión de medios eficientes (colectivos o masivos). Esto es más congestión. El bueno, UberPool, logra que desconocidos compartan viajes. En dos meses de operación en Bogotá, ahorró 650.000 km (8.000 galones de combustible que no contaminaron el medioambiente).
Desde lo laboral: si bien genera otras alternativas para complementar ingresos de los hogares, no reconoce a conductores como empleados y, por lo tanto, no cubre su seguridad social. Lo que sí hace es descontarles, por derecha, el 25 por ciento de cada viaje.
¿Qué puede hacer el Estado frente a Uber? No perder el norte en que lo principal es garantizar el bienestar de los ciudadanos. Si los marcos normativos vigentes no lo permiten, debe realizar las modificaciones pertinentes. En el Código de Tránsito y en el Estatuto de Transporte, eliminar diferencias sin sentido de público vs. privado. ¿Por qué exigir un seguro diferente para un taxi que lleva pasajeros que para un vehículo privado que lleva una familia? ¿Por qué varían las revisiones técnicas? Los riesgos están asociados a la exposición –cantidad de kilómetros que recorre un vehículo–, no si es un ‘amarillo’ o un carro de familia. Todos deben cumplir con las mismas normas de seguridad.
Las nuevas generaciones no buscan tener carro. Solo moverse libremente. La economía digital abre las posibilidades para estos retos. Uber es solo el comienzo. Mejoremos el transporte público, la prestación del servicio de taxi, las condiciones laborales para los taxistas, y aceptemos a los disruptores.
CECILIA ÁLVAREZ CORREA
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