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Sobrevivir

Qué habría que hacer, qué actitudes habría que tener, para ser feliz en Bogotá.

Sube al taxi, indica la dirección a la que debe ir. El chofer le pregunta por dónde coger.
–Por la única vía que sirve en Bogotá.
–¿Cuál es?
–La vía de la paciencia.
Ríen. La conversación se centra sobre las congestiones en la ciudad, el mal carácter de pasajeros y choferes, el cierre arbitrario y temerario de algunos vehículos por no dejarse pasar, la loca marcha de las motos, las bicicletas, las largas jornadas de catorce horas de trabajo, las tarifas bajas, la subida incomprensible de los precios de la gasolina, la explotación de los propietarios de los taxis y la competencia injusta de los Uber. Critican al Presidente. A este, al anterior y al de más a atrás. Sospechan del próximo sin saber quién será.
En fin, es la conversación normal de los bogotanos. Son los temas de las charlas rutinarias que todos adoptamos. Todas iguales, en las que únicamente varía la posición ideológica de los contertulios. No sé si se debe al día soleado, pero algo ilumina la mente de los ocupantes del vehículo. Pasan a preguntarse, después de tanto renegar y mascar el odio y la insatisfacción, qué habría que hacer, qué actitudes habría que tener, para ser feliz en Bogotá. O, por lo menos, sobrevivir en esta ciudad. Empiezan a especular.
“La paciencia es fundamental” para soportar los defectos del prójimo, y rogar para que el otro acepte los nuestros. Con ella, las vías parecen despejadas, los huecos del camino se rellenan, los policías lucen eficientes, el Gobierno no es tan malo, los impuestos se suavizan, las colas en las instituciones no parecen tan largas. En fin, con ella no llueve tanto y por poco que brille el sol, deslumbra.

Y así pasan el trayecto, taxista y pasajero, especulando sobre una sociedad ideal, con valores que alguna vez les enseñaron.

“Qué decir de la ética”, honradez incluida. No aprovecharse del otro. No engañarlo. El no robar para que no le roben a uno. Tampoco pensar que nos van a tumbar cada vez que alguien nos dice buenos días o nos pide la hora o que le expliquemos una dirección.
“Ni hablar del respeto humano”, el reconocer en el otro a un igual. Un ser como uno. No verlo como un empleado, un siervo, un esclavo, un indio, un negro, un cartonero, un pobre. No. Verlo como un ser humano, igual en derechos. No creer que por haber contratado sus servicios se es dueño del taxista, del carro y la ciudad.
“Que no falte la compasión”. El que se pone en el lugar del otro puede comprenderlo, valorarlo. Puede ayudarlo en sus necesidades. Solidaridad. Desarticular las injusticias, buscar una sociedad más igualitaria.
“Hablemos de educación”, de buena educación, de cortesía, algo de gentileza. Lo aprendido en casa. Saludar, decir buenos días, ceder el paso. Sonreír.
“Nada es posible sin el humor”. El gran bálsamo, el que cura las heridas, el que relativiza las pasiones, pone en duda los dogmas y crea vínculos entre las personas. El humor nos iguala.
Y así pasan el trayecto, taxista y pasajero, especulando sobre una sociedad ideal, con valores que alguna vez les enseñaron. Entre el denso tráfico, los semáforos descoordinados, la frenada obligada y arranque a empellones, han imaginado, sin saberlo, el conjunto de normas de un libro de autoayuda. ‘Ayúdate a ti mismo: cómo sobrevivir en Bogotá’. Taxista y pasajero se dan cuenta de ello y se felicitan. Amplias sonrisas de satisfacción iluminan sus rostros. Se detiene el taxi, han llegado. El pasajero paga lo que marca el taxímetro adulterado y añade una propina generosa. Se están despidiendo cuando oyen la histérica bocina del vehículo de atrás, que impacientemente exige que se muevan. Taxista y pasajero empiezan a gritar al unísono: ‘Qué pita, so h... ¿Es que uno no puede saludar tranquilo? Bájese y véngase. ¿Qué le pasa?’. Sin escribirlo, el libro de autoayuda se ha descuadernado.
CARLOS CASTILLO CARDONA
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