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Él también

No podía detenerla. Pero sabía que no la debía ofender con un rechazo.

Él estaba en una universidad del medio oeste norteamericano a mediados de los años setenta. Había vuelto después de un tiempo de hacer los cursos teóricos para escribir la tesis que completaría los estudios. Para escribir le habían asignado una oficina que, por esas artes de la arquitectura moderna, quedaba en el centro del edificio y carecía de ventanas.
A él no le importaba, pues sentía que su escritura le surgía más fácilmente en las horas de la noche, cuando las ventanas son superfluas. Cumplía largas jornadas de escritura, de doce y más horas. Hacía breves interrupciones que le permitían tomar ingentes cantidades de café y hablar con algunos estudiantes de posgrado que compartían esos horarios absurdos. Llegó a desarrollar buenas amistades con esos compañeros que luchaban denodadamente para culminar sus estudios.
Su tormento era el sitio en donde dormía. Por haber llegado a punto de empezar el semestre, le fue imposible conseguir puesto en las residencias de la universidad. Acudió al mercado privado de vivienda que aprovechaba la escasez y especulaba con ella. Resultó con un destartalado cuarto en una sucia casa que nadie cuidaba. Frente a la suya había una habitación ocupada por una pareja de hippies y su perro lanoso, amantes de los altos volúmenes de rock. Al perro se le caía el pelo y a ellos también, fenómeno que se manifestaba en el piso del corredor y en el de la ducha del sucio cuarto de baño.

Él dice recordarlo como una violación. Cree comprender el sentimiento de las mujeres que son abusadas. En su caso no hubo violencia física. Solo debilidad, su propia debilidad.

Él no pasaba más de las horas de sueño en su habitación. Se escapaba al sitio de trabajo, donde entre escritura y escritura tomaba café y hablaba con los estudiantes, que, de diferente nacionalidad y origen, se interesaban por las historias de sus compañeros. Desarrolló una grata relación con una estudiante que estaba a punto de terminar su tesis y próxima a regresar a su casa. Fue su amiga. Era muy inteligente, de conversación fácil e interesada por la vida de mi amigo. Bastante delgada, casi frágil y con complejo por tener la cara marcada por barros y señales. Pero no era su físico lo que interesaba a mi amigo, sino la dulzura de su modo de ser. Por eso él se alegraba de las múltiples veces que ella llegaba a su oficina para invitarlo a tomar café. Se interesaba por él.
“Llegó el día de despedirla”, me contó mi amigo. “Fuimos con varios compañeros a un restaurante cercano al campus y nos divertimos, a pesar de que toda despedida trae su tristeza. Hubo abrazos de adiós. Nos despedimos y yo me fui a mi antro desastroso. Poco después, ya con los ojos cerrados y buscando conciliar el sueño, llamaron a mi puerta. Era ella, con un aire de decisión que no le conocía. Sonreía. Me abrazó y prácticamente me arrastró a la cama. Yo no sentía ninguna atracción física hacia ella. Le tenía afecto, pero nada más. Sin embargo, la situación no permitía ambigüedades. No podía detenerla. Sabía que no la debía ofender con un rechazo. Me sentí arrastrado en un camino no deseado, como dentro de un túnel, y solo los reflejos aprendidos me permitieron hacer lo que ella quería. Después, tendidos en la cama, vi que ella lloraba. Yo me sentía utilizado, vencido y sucio como mi cuarto”.
Él dice recordarlo como una violación. Cree comprender, aunque sabe la enorme diferencia, el sentimiento de las mujeres que son abusadas. En su caso no hubo violencia física. Solo debilidad, su propia debilidad. No hay comparación, pero en ese tiempo sintió la impotencia, el sentimiento ambiguo de la culpa. ¿Debía ser hosco? Se culpó por su comportamiento afectuoso, amigable. La podría haber incitado. Como cuando a las mujeres violadas les hacen creer que la culpa es de ellas. Lo suyo era un simple símil. Sabe que nada justifica el abuso.
CARLOS CASTILLO CARDONA
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