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¿Destruir para reconstruir?

Tenemos ahora dos reformadores. Los dos quieren destruir el apartamento. ¿Lo ve usted?

Me crucé con Pedro y lo encontré convulso, con el pelo revuelto, los ojos saltones y un tanto desordenada la ropa. “¿Qué le pasa?”. A borbollones contestó que está amargado por los vaivenes del derribar y por las promesas de reconstrucciones que jamás llegan. “La obra no termina”, me dijo.
Recordé “Pedro, sobre ti erigiré mi iglesia”. Pero se trata de algo más banal, pero sensiblemente dramático. Está obsesionado con los cambios que nada cambian, pero que generan toda clase de inconvenientes a los que están alrededor.
A Pedro le ha tocado aguantarse la remodelación de un apartamento en el edificio en que vive. Llevan más de cuatro meses de tumbar paredes, levantar pisos, arrancar enchapes y desenterrar conductos eléctricos y tuberías de agua. No paran con la destrucción. Para realizar esa empresa se han oído los más infames y persistentes ruidos producidos por masas, martillos, punzones, picas y taladros que resuenan en el edificio, que vibran en su estructura y que, como si fuera la tortura de la gota de agua, golpean la caja craneal de Pedro y retumban en su cerebro. Siente el bum-bum, el paf-paf, el tron-tron de manera insistente, con pausa y sin pausa, con ritmo o carente de él. Se angustia con cada golpe que llega. Dice que esos tremebundos ruidos se acompañan de densas nubes de polvo que entran por sus ventanas, tapan sus narices, resecan su garganta y llenan sus pulmones, produciendo la inevitable tos convulsiva. Es inaguantable el ir y venir de gentes y la acción de la maquinaria. Prefiere no hablar de los despojos, las basuras y desperdicios.

Mucho tumbar, mucho invertir en algo nuevo para que el reconstructor saque una buena tajada. ¿Será que ponen pocos obreros para alargar el tiempo y se pueda cobrar más?

Pedro se pregunta por qué una pareja joven debe destruir un apartamento, bien diseñado por un muy reputado y reconocido arquitecto. ¿Qué necesidad tienen de tumbar todos los muros, dejar todos los espacios libres para realizar otro proyecto en la forma y manera en que un arquitecto menor les propuso?
Pedro piensa que los jóvenes dueños fueron objeto de un timo. Mucho tumbar, mucho invertir en algo nuevo para que el reconstructor saque una buena tajada. ¿Será que ponen pocos obreros para alargar el tiempo y se pueda cobrar más? ¿Habrá necesidad de nuevos inodoros, lavamanos, mesones de cocina, enchapes, pisos y demás objetos de cerámica, acero inoxidable, mármoles o granitos? ¿Para qué tanta postura social? ¿Por qué todo debe parecerse a Miami?
Después de oír los lamentos de lo que afecta a sus vecinos y a él, le pregunté si había votado el domingo. “Cómo, ¿ya pasaron las elecciones?”, me dijo con ojos de orate.
Cómo se ve, mi querido Pedro, que usted vive fuera del mundo, envuelto en los terrores de una remodelación mediocre que no tiene fin y que le impiden trabajar. Sí, de este lado de la realidad, si así se puede llamar, tuvimos la jornada electoral. Pero sus desvaríos y sus torturas me parecen muy similares a lo que hemos tenido en los meses previos. Nos invadieron con 18 debates de candidatos, empapelaron las paredes, subieron vallas publicitarias, repartieron volantes, recogieron firmas, inundaron la televisión de cuñas, las emisoras de jingles y los periódicos, de anuncios. Llenaron o dejaron vacías las plazas públicas. Nos dieron noticias verdaderas y falsas sin poderlas distinguir. Falló la maquinaria, desaparecen partidos y se cayeron ídolos. Todos dijeron ser el mejor gobernante, con el mejor programa y con el pasado más experimentado y limpio. No ganó mi candidato.
En fin, estimado Pedro, mucho ruido, mucho polvo, mucha inquietud. Tenemos ahora dos reformadores. Los dos quieren destruir el apartamento, uno para hacer algo más viejo de lo que estaba y el otro para hacer algo nuevo que no sabemos qué es. ¿Lo ve usted?
CARLOS CASTILLO CARDONA
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