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No es el nombre, es el hecho

Lo que es inaceptable es la demostración de la poca importancia que tiene la vida para este gobierno

En Colombia se tiene una pasión desmesurada por la muerte. Por el matar. La muerte es un hecho doloroso e inevitable. Es el suceso final que todo lo acaba, del cual no hay retorno. El suicida corta su vida, muere, cuando no ha encontrado solución a sus males. El enfermo lucha para sobrevivir, para no caer en el vacío final. Solo el enfermo terminal lo sabe. A la muerte solo debería llegar al final del camino de una larga vida, en la cima, y después de haber logrado poco, mucho o nada de lo que la gente se propone ilusamente.
La muerte no debería ser una solución forzada, ni ser parte de una cuenta de cobro, ni la salida de una venganza, ni el producto de los celos ni el impedir la acción del otro. Ningún ser humano debería alzar la guadaña de la muerte.
Pero se usa el crimen para solucionar problemas. Eliminar, ejecutar, acabar, tostar, despachar, extinguir, pasar por las armas. Verbos de la muerte. Tenemos una larga historia de muertes provocadas. Por la guerra, por los odios, por los intereses oscuros, por acciones políticas. Son masacres, crímenes, asesinatos, homicidios o cualquier tipificación que uno quiera darle. Lo grave no es el nombre, es el hecho.

La gravedad de la muerte violenta de periodistas, líderes, defensores de los derechos y jóvenes no está definida por su número, sino por su ocurrencia. Por la impunidad que las reviste.

Tal vez por ello existe cierta indignación cuando el Presidente usa eufemismos para tratar de suavizar o mitigar la importancia o de las masacres que se están dando en el país, de manera constante, frecuente y sin pausa. Al presidente Duque le debe de parecer, en su propia cortedad, que nos puede distraer con eufemismos. Su catarata verbal, de día tras día, no puede ocultar las muertes crueles de líderes sociales, periodistas, defensores de derechos humanos y jóvenes. No son homicidios colectivos, son masacres: matanzas conjuntas de muchas personas, por lo general indefensas. Los homicidios son el matar a una persona sin que exista premeditación u otra circunstancia agravante.
El prepotente ministro de Defensa, Carlos H. Trujillo, en su subjetiva omnipotencia, insiste en el término ‘homicidio colectivo’, que, como bien se sabe, es un término acuñado por los militares. Del mismo modo que ocultaron los ‘falsos positivos’ con otros eufemismos. El ministro Trujillo dice que le duele la muerte de un solo colombiano. Pero ese dolor parece mitigarlo gracias a las causas a las que les atribuye muchas de esas muertes. Parece implicar que las muertes de esos líderes sociales, de los jóvenes, están ligadas al Eln, a los narcotraficantes, solo a la coca y a la deforestación. “Por esa razón, el Gobierno está actuando con gran prioridad para disminuir los cultivos ilícitos”, dice el ministro. Debe de ser una linda manera de justificar el glifosato por el que tanto presiona por el gobierno Trump.
La dolorosa verdad de todo este asunto no es el problema de los nombres y de los eufemismos. Lo que resulta inaceptable es la demostración de la poca importancia que tiene la vida para este gobierno. El argumentar, como lo hizo el presidente Duque, de que las matanzas o masacres, o llámelas como las llame, solo son un pequeño porcentaje, durante su gobierno, de todas las masacres históricas. La bondad de los gobiernos no puede estar basada en la disminución del número de muertes de este tipo, sí por la total desaparición de ellas. La gravedad de la muerte violenta de periodistas, líderes, defensores de los derechos y jóvenes no está definida por su número, sino por su ocurrencia. Por su repetición, por su generalización y, sobre todo, por la impunidad que las reviste.
De nada sirve la frase del ministro: “Infortunadamente no tenemos la capacidad para cubrir cada centímetro del territorio nacional”. La verdad es que muestra su verdadera incapacidad o indolencia.
Carlos Castillo Cardona
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