Hoy quiero ceder esta columna a mi señora. Celebra el cuadragésimo aniversario de que se le diagnosticara un cáncer en el sistema linfático.
“En el segundo semestre de 1976, Carlos, mi marido; Susana, nuestra hija de dos años, y yo nos encontrábamos en Princeton, en Estados Unidos, el pueblo en donde queda la universidad del mismo nombre. Carlos había comenzado el segundo año de la maestría en Asuntos Públicos.
Desde septiembre comencé a sentirme mal, con un fuerte dolor en la espalda que me inmovilizaba. Pasamos por los médicos especialistas en los problemas de la columna vertebral, quienes decidieron que se trataba de una hernia discal y que lo apropiado era hospitalizarme y estirar la columna, colocando unas pesas al final de la cama que la halarían durante ocho días para abrir campo al disco. Me practicaron los exámenes de rigor; al cabo de la semana me dieron la salida. Pero el dolor continuó y se agudizó.
Unos días antes de la Navidad recibimos una llamada del hospital en el cual había estado internada, que no era el de Princeton. El mensaje era que no habían visto los resultados de los exámenes de sangre oportunamente y que, al revisarlos extemporáneamente, recomendaban que fuera inmediatamente al servicio de urgencias del hospital de Princeton. Así lo hicimos el 23 de diciembre. En el primer chequeo, el médico internista descubrió un ganglio en mi hombro derecho. Era necesario hacer unas biopsias muy rápidamente.
Acordamos con el médico que pasaríamos la Navidad y el 27 de diciembre me presentaría en el hospital. Fue una Navidad muy triste. Decidimos mandar a la niña para Bogotá el día 26, con una niñera que nos habían enviado desde Colombia para que nos ayudara. Gracias a Avianca, Carlos las ubicó en sus asientos en el avión.
Al día siguiente, muy temprano, entré al hospital. Lo primero fue extraer el ganglio para examinarlo; lo segundo, practicar varias biopsias y procedimientos para diagnosticar, algunos de ellos muy dolorosos (la tecnología era muy rudimentaria en esa época, nada de resonancias magnéticas, ni PET). El 31 de diciembre, el oncólogo le informó a Carlos que se trataba de un cáncer en el sistema linfático de muy mal pronóstico, por lo avanzado. Carlos le pidió que se me contara en el nuevo año, pero el médico entró a mi habitación y me dijo lo que tenía, subrayando que tenía poco tiempo de vida. Le contesté que no me iba a dejar morir porque tenía una niña de dos años y un marido de 29, a quien no quería dejar viudo para que se casara con otra.
Pocos días después se descartó la cirugía para extirpar varios ganglios, porque el mal estaba extendido por todo el cuerpo. Entonces pedí que se hiciera una junta de médicos para explorar alternativas de tratamiento. Me hice arreglar de las enfermeras para causar buena impresión a los médicos, y escuché a uno joven sugerir la quimioterapia, que, finalmente y dentro de gran escepticismo, se aceptó por parte del grupo, explicándome todos los riesgos que se corrían. Obviamente, firmé mi consentimiento.
En Princeton me hicieron tres rondas de quimio, y a principios de marzo regresamos a Bogotá. Con las drogas debajo del brazo, porque no las había en el país. Aquí me hicieron la quimioterapia a la medida, vigilando mi cuadro hemático cada quince días, tres médicos eminentes y maravillosos. El tratamiento duró dos años. Muy rápidamente me puse a trabajar, gracias a una buena amiga que sabía de mis habilidades para coser. Y hasta hoy no he dejado de hacerlo.
Estoy cumpliendo cuarenta años del diagnóstico y me encuentro perfectamente. Por el camino fui fundadora de la Fundación Sanar, para tratar a los niños con cáncer. Tengo una hija científica, dos nietos y he sido muy feliz”.Claudia Gaitán de Caballero
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