¿Podrá el Acuerdo que se firmó el lunes pasado, y su puesta en práctica, cambiar las prácticas políticas en Colombia y fortalecer el Estado?
En entrevista para la revista Semana, Humberto de la Calle afirmaba que, con la entrada de las Farc a la actividad política, los partidos van a enfrentarse a la necesidad de cambiar sus costumbres y que, por tanto, “lo acordado va a contribuir a que la política sea más seria, ideológica, radical, pero con menos clientelismo” (‘Este acuerdo cambiará la política’, Semana, 25 de septiembre del 2016, p. 28). Ojalá sea así.
El clientelismo es el gran mal de la política colombiana. El causante del atraso y la pobreza en el país. Como lo muestra Leopoldo Fergusson en un artículo publicado en el portal La Silla Vacía, el clientelismo –“intercambiar beneficios particulares por apoyo político”– debilita el accionar del Estado y fragmenta la sociedad, lo cual, a su turno, genera más clientelismo. Es que el clientelismo erosiona, corroe al Estado; le impide cumplir la función de proveer los bienes públicos que la sociedad demanda y necesita (http://lasillavacia.com/node/57751).
La implementación del Acuerdo exigirá, sin duda, una relación diferente entre el centro político del país –Bogotá– y los municipios; en particular aquellos más apartados, en donde tradicionalmente reinaron las Farc. Esos municipios deberán ser prioritarios para las entidades del Gobierno central, pero cada una de estas no debería operar por su cuenta y riesgo, sino en coordinación con las demás. Imagino que esa tarea de coordinación estará a cargo del Ministerio del Posconflicto.
No puede suceder que se mantenga la práctica, bien descrita por el profesor James Robinson, de delegar el manejo del campo, de las áreas rurales y otras zonas de la periferia a las élites locales, dejándolas en libertad para manejar las cosas a su antojo, irrigando ‘mermelada’ con la condición de que se apoyen los proyectos del Gobierno central en el Congreso. De ahí el abandono de la periferia, origen de la violencia y la pobreza de esas zonas.
Los partidos políticos, incluyendo el que formen las Farc, tienen que articular la relación entre esos municipios y el centro, buscando que los recursos públicos se usen efectivamente para beneficiar a toda la población y no a grupos de particulares a través del clientelismo. En esto podría darse una competencia interesante entre los diferentes partidos, lo cual, definitivamente cambiaría la política.
El 20 por ciento de los electores no votarían a cambio de un ‘regalo’ o un beneficio específico, como ocurre en la actualidad, sino una proporción menor. Menos clientelismo implicaría, a su vez, un Estado más fuerte y mejores instituciones. El ciudadano se relacionaría con el Estado y no con los políticos o sus intermediarios, y la comunidad podría exigir eficiencia a los gobiernos. Porque, así me lo decía Sergio Jaramillo en una entrevista, “las iniciativas tienen que nacer de la gente, organizándose en procesos estructurados por los programas del gobierno... Llevamos mucho tiempo pensando que el tema de las instituciones se resuelve como si el Estado central viniera desde Bogotá, y ese modelo no funciona” (Tribuna-Revista de Asuntos Públicos, Escuela de Gobierno, Uniandes, febrero del 2016, p. 6). Habría, además, un menor riesgo de captura del Estado por los mismos políticos y los grupos de interés lo cual, de paso, contribuiría a reducir la corrupción.
Un acuerdo como el de La Habana genera oportunidades de cambio que la sociedad tiene que aprovechar. Desde el lunes, todos los colombianos debemos exigir que esos cambios se concreten en la realidad.
Carlos Caballero Argáez
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