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Media Azul

Pese a su evidente desinterés cultural, a la sociedad no le gusta ser reconocida de esta forma. 

Las mal llamadas ‘carreras de letras’ no solo tienen que luchar contra la amenaza de extinción sistemática que sufren en muchas universidades, sino que también deben hacer frente a los estigmas e infamias que despiertan en parte de la sociedad. Quienes se decantan por estos estudios, sin duda satisfactorios, hacen frente a todo tipo de menosprecios e injurias de quienes, desde el más absoluto desconocimiento e incultura, achacan este interés a una falsa incapacidad para carreras de ciencias exactas o financieras.
Es esta misma sociedad, que menosprecia el valor de la cultura, quien más se vanagloria de no ser parte de esa abstracta masa inculta a la que nadie quiere pertenecer. Nadie se avergüenza ante su círculo al no conocer los síntomas de un padecimiento pancreático (si no se es médico, claro), aunque sí se sentiría ridiculizado por no conocer al autor del Quijote o el museo en donde se encuentran Las meninas. Nadie quiere parecer inculto, y con razón.
Vivimos en una sociedad a la que, pese a su más que evidente desinterés cultural, no le gusta ser reconocida de esta forma. Para todos ellos parece que vivimos en un momento ideal, nuestro propio Siglo de Oropel, en el que sin mucho esfuerzo se puede aparentar ser más ilustrado de lo que se es en realidad. Desde los miles de libros que resumen (o destrozan) de manera sencilla los grandes clásicos literarios universales hasta los comentarios de miles de juntapalabras y tristes rimadores que, sin ruborizarse, reafirman a García Lorca o a Petrarca entre sus mayores influencias.
La literatura, en este caso, es más que unir letras, aporrear un teclado o llenar estanterías de voces que no disientan. Es enfrentar el hombre consigo mismo. No hablamos únicamente de la alta cultura o de manuales académicos densos o desproporcionados. La cultura de masas, si es buena, también puede enriquecer el espíritu. Pero allí está el meollo: ¿dónde está el límite entre la literatura y el papel entintado? No es igual, por ejemplo, leer el último libro de terror del ‘youtuber’ de moda que enfrentarse a la obra lovecraftiana. El primero entretiene para luego ser olvidado, mientras que el segundo enfrenta al lector con sus miedos más atávicos y con una naturaleza humana que pocos quieren reconocer. Las editoriales y librerías se llenan de libros firmados por el famoso de turno o de historias que no dejan de ser leyendas urbanas destinadas a sorprender y aterrorizar a niños crédulos e incautos. Nadie puede culparlas de esto. Este tipo de libros son los que se venden, dando, junto con las encuestas de lectura en las que la mayoría afirma leer de forma periódica, una ilusoria buena salud en el panorama cultural de la sociedad.
Las grandes productoras audiovisuales han encontrado un filón en esta pantomima cultural que hemos forjado. No es difícil encontrar cientos de series que, cubiertas con una pretenciosa actitud cultural, están destinadas a satisfacer ese afán de conocimiento impostado para ‘cultivarnos’ y no desentonar como individuos.
Nos basta, como colectivo, atragantarnos con decenas de capítulos, uno tras otro, de una producción sobre un maestro de filosofía. Esto sencillamente satisface nuestra necesidad de conocimiento rápido y sin esfuerzo, pero no desarrolla nuestro sentido crítico. Apagamos la televisión con una falsa sensación de conocimiento por haber oído, durante horas, a un personaje hablar sobre filósofos para así encandilar a sus alumnos. Sentimos que ya hemos cumplido con nuestro deber y objetivo cultural. El conocimiento humano es, también, hablar con los muertos, y la única alternativa pedagógica frente a dicha serie televisiva es recurrir por nuestros propios medios a todos aquellos filósofos y averiguar de primera mano qué tienen que decirnos ellos a nosotros mismos como individuos críticos. Esto es lo lógico, pero algunos piensan que la televisión y la cultura edulcorada ya son suficientes, aunque hayan pasado por un filtro comercial.
En este panorama todos somos cómplices. Algunos creen ostentar la guía cultural de la sociedad sin siquiera conocerla. A estos, Chernichevski los llama Media Azul, definiéndolos así: “... hablan con afectación absurda, con presunción sobre temas literarios o científicos, de los que no entienden ni jota. No hablan porque les interese de verdad, sino para lucir su inteligencia (que no tuvieron ocasión de recibir de la naturaleza), sus aspiraciones elevadas (que tienen tantas como la silla donde están sentados) y su cultura (que tienen tanta como un loro)”.
Desde luego, el objetivo no puede ser tan sencillo como criticar las nuevas consumiciones ‘culturales’, y nadie deberá sentirse identificado con este espejo, sino también despertar un genuino interés en el público por una literatura sin duda más elevada y enriquecedora. Cualquiera encontrara allí un verdadero tesoro.
Camilo Goelkel
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