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Las campanas doblan por Hemingway

Este mes se cumplen 60 años de la muerte de uno de los mejores narradores de las letras universales.

Hemingway convirtió su vida en una obra literaria. El genio detrás de Adiós a las armas amaba la aventura y no le bastaba con haber sobrevivido a las heridas recibidas en el frente italiano durante la Primera Guerra Mundial, en la cual trabajaba como conductor de ambulancia, o haberse convertido en uno de los más certeros cronistas de la Guerra Civil Española, saliendo ileso de los constantes bombardeos que propinaba el bando insurrecto contra aquel insumiso Madrid. Tampoco le bastaba con enfrentarse a los toros en la España que tanto amaba, ni sus largos viajes de caza por el corazón de África, ni haber compartido los locos años 20 parisinos con otros grandes nombres de las letras estadounidenses. Hemingway necesitaba más para sentir que la vida valía la pena ser vivida y convertida en literatura. Se esforzaba por vivir al límite y verter su experiencia en la ficción. De ahí su pasión por los viajes, el boxeo, la pesca y la caza, y sobre todo, por las mujeres: cuatro esposas, varias amantes e incontables aventuras sexuales. La leyenda en la que se ha convertido la vida de Hemingway incluso relata que el escritor mantuvo relaciones con la pareja de un jefe de la mafia neoyorkina en un restaurante que pertenecía a la organización. Poco le interesaba su integridad, lo único importante era poder vivir para contarlo.
De su experiencia vital se entiende, también, su ideal de literatura. Poco le importaban a Hemingway las metáforas o las propiedades simbólicas del arte literario. Lo suyo era narrar la vida con la crudeza de la propia experiencia de la existencia. El objetivo de sus relatos y novelas no es otro que inventar historias humanas y necesarias. Sin ribetes, ni decorados, ni ornamentos simbólicos o metafóricos. Su obra es hermosa y compleja en su sencillez, tal es así que incluso parte de la crítica, obsesionada con el simbolismo, no concebía una interpretación tan sencilla de El viejo y el mar y se esforzó (como ocurre incluso en nuestros días) por encontrar los significados ocultos. Pero Hemingway no tardó en cerrar el tema de una vez por todas y, como reseña Rodrigo Fresán, en una carta a Bernard Berenson, el Nobel sentencio: “No hay simbolismo. El simbolismo es pura mierda. El mar es el mar. El viejo es el viejo. El pez es el pez. Nada más”. En conclusión, la vida es la literatura sin anestesia.
Esta idea de la literatura simple y sencilla, pero perfecta y elaborada en sus métodos narrativos acompañó a Hemingway durante toda su vida, e incluso se perciben importantes atisbos de esta filosofía creadora en el joven aprendiz de escritor que firmaba artículos modestos y anodinos en el Toronto Star, allá por el 1920, y que empezaba a demostrar la grandeza narrativa que caracteriza la obra más madura del Nobel. Y es que solo Hemingway logra que una columna sobre extracciones dentales se convierta en una experiencia lectora superior o que una novela sobre un matrimonio sumido en un involuntario trio sentimental veraniego se convierta en una manifestación sobre la belleza del arte de la narración y la narratología. El autor cultivó y perfeccionó este estilo de escritura hasta convertirlo en un sello propio, a tal punto que hasta un lector no especializado puede identificar facilmente una obra de Hemingway.
El dos de julio de 1961, Ernest Miller Hemingway se quitaba la vida en su casa de Ketchum, Idaho. Atrás quedaba una vida de viajes, amores, pasiones e impulsos que conforman la obra literaria de uno de los autores más importantes de las letras universales. Sus novelas y relatos han convertido a Hemingway en un maestro insuperable del género narrativo y ha servido como base para cientos de lectores, escritores y periodistas que han encontrado en su literatura la inspiración para la nueva literatura moderna. En este 60 aniversario de la muerte de Hemingway, nada mejor que recordar lo que nuestro Nobel de literatura, Gabriel García Márquez, opinaba sobre el Nobel estadounidense: “Hemingway no fue nada más, pero tampoco nada menos, de lo que quiso ser: un hombre que estuvo completamente vivo en cada acto de su vida”.
Camilo Goelkel
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