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‘Pride’ criollo

Celebramos el pride criollo como afirmación feliz de la construcción de identidades autónomas.

En castellano hay dos orgullos, el arrogante y porfiado, terco, lleno de odiosa superioridad moral, y el bonito, festivo, que celebra los logros de cada quién, la alegre satisfacción del descubrimiento, individual o colectivo. El pride, que se ha convertido de la celebración de un día en un mes, viene cada vez con más letras indicativas de la suma de identidades que representan el redescubrimiento y la reinvención de la diversidad de género entre las personas. Hoy aparece como un festival LGBTIQ+ y según quienes, de manera mucho más extensa o con el + por delante, porque primero está la diferencia desconocida, luego la manifiesta.
El desfile del orgullo gay se inició ya hace varias décadas en algunas ciudades del mundo, donde su carácter cosmopolita permitía la afirmación segura de modos de vida que han acompañado a la humanidad desde su aparición en el planeta, porque toda la vida también es diversa, gracias a la invención del sexo como el mecanismo de innovación y adaptación más eficaz a lo largo de los tiempos.
Hoy, desde el suroeste antioqueño, coincide el Día del Padre con el de la marcha LGBTIQ+, en la población donde hizo su labor la santa madre Laura de los católicos, y donde las indígenas transgénero emberás del territorio de Karmata Rua –conocido administrativamente como resguardo de Cristianía– son prueba fehaciente del machismo violento con el cual la España medieval y su descendencia arribista pretendieron (y aún) imponer su orden, logrando solo ser alguna de las decenas de fuerzas con las que la evolución teje el devenir de las cosas y que hoy permite el resurgimiento de la complejidad en las calles de Jericó, de nombre bíblico, pero la más neotropical de las pequeñas ciudades de la montaña antioqueña.
El festival del orgullo criollo se extiende por todas las poblaciones de Colombia. El año pasado se celebró por vez primera en Mitú, con el apoyo de la alcaldía, en las tierras del Yuruparí, las que interpretaron a su manera la complejidad de las fuerzas masculinas y femeninas de la reproducción de la vida, en medio de las selvas del Vaupés. Hoy circulan en las redes sociales decenas de imágenes de festivales LGBTIQ+ que pululan por doquier, celebrando la ruptura de un orden biológico mal interpretado, que convierte en pesadumbre uno de los atributos más poderosos de la creatividad y el gozo humanos.
Celebramos el pride criollo como fecha de mestizajes, del fin de pretensiones ontológicas autoritarias sin justificación, de la recuperación de la sexualidad como expresión de libertad y fuerza de cohesión social, más allá, mucho más allá de la trágica dependencia biológica y el mandato bíblico de poblar el mundo, tarea hecha a trancas y mochas, y que hay que mejorar reemplazando la paridera, como diría un viejo amigo tuitero, por el cuidado de la gente y el mundo, la agenda ambiental del siglo 21.
Celebramos el pride criollo como afirmación feliz de la construcción de identidades autónomas, de géneros y sexualidades gozosas, de acción colectiva en la diversidad, poderosa como los ríos ecuatoriales, las selvas exuberantes y lujuriosas que hacían temblar al sabio Caldas, la magia de los mundos ocultos que empiezan a emerger de nuevo ante la evidencia de que lo bueno de la modernidad es mil veces más bueno si se convierte en multiplicidad y equidad. Un mensaje para que la reconciliación de l@s colombian@s no se construya sobre la base de un proyecto homogeneizante de falsos consensos igualitarios, sino en el respeto a la infinita variedad de expresiones de la existencia.
BRIGITTE BAPTISTE
Rectora de la Universidad EAN
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