Desconozco si resulta menos nocivo decir una gran cantidad de tonterías por voluntad propia o declamar un discurso prefabricado sin la conciencia de qué se dice. Para el primer caso, al menos se intuye una pizca de libertad; pero en el segundo parece que una grabación circular limitara en extremo la posibilidad de construir un mensaje propio. Escuchen a ciertos vendedores.
Cuando algunos profesores insistimos en que un estudiante exponga con palabras suyas una idea, pretendemos que aumente en él la capacidad para ordenar el pensamiento y pueda manifestarlo en un lenguaje claro y auténtico.
Esa espontaneidad, sin embargo, es muy sospechosa sobre todo en los establecimientos comerciales (de cualquier tipo), cuando se escucha la perorata de muchos empleados (también de dueños y jefes) para ofrecer y luego vender infinidad de productos y servicios a los clientes. Aparecen, entonces, esas expresiones mecánicas, insulsas, ya descargadas del sabor emocional, porque, de tanto mascar esa caña, la han convertido en bagazo.
Por supuesto (es irrebatible), la comunicación constituye el más fuerte elemento de cohesión en una sociedad, y la sociedad está conformada por personas; es decir, seres racionales y emocionales. No obstante, en estos tiempos consultar a uno de ellos (a un cajero en una cafetería, por ejemplo) dificulta hallar la diferencia del discurso frente al contenido de un contestador telefónico automático.
La preocupación aumenta porque da la impresión en los clientes de que esos empleados no escuchan; solo repiten (una y otra vez, y no es redundancia) las mismas acciones y las mismas palabras. Podría especularse que han introducido en ellos un chip con una información ya calculada, pero restringida.
Algunos han declarado que su actitud en el trabajo (se nota mucho en las ventas) se debe a la capacitación que han recibido para desempeñar esas extravagantes y robóticas tareas.
Entonces, otra vez, surgen las sospechas, porque muchos de ellos cumplen con sus encargos de manera meticulosa, pero quizás en esos entrenamientos laborales (¿“capacitación”?) obviaron impartirles la instrucción de que ininterrumpidamente tendrán al frente a personas: a tomadores de pelo, sujetos solemnes, señoras afanadas, niños distraídos, hombres energúmenos, adolescentes felices; a gordos, bajos y altos; a flacos, blancos, trigueños, de cabello liso; otros, de rizado; unos más, tímidos; algunos, dicharacheros. Por tanto, tratar de someter en el mismo molde a la diversidad humana es como tejer el mismo modelo de mitones para los piojos, los elefantes, los pulpos y los ornitorrincos.
Hablar es un acto libre que implica, por supuesto, la voluntad. Si consideramos para esta situación una de las definiciones de la Real Academia Española sobre hablar, encontraremos más amplio este panorama: “5. f. Ling. Acto individual del ejercicio del lenguaje, producido al elegir determinados signos, entre los que ofrece la lengua, mediante su realización oral o escrita” (RAE). Así, los reparos frente a los ejemplos anteriores son evidentes: no es un acto individual en el uso del lenguaje, porque las palabras y su orden son preestablecidos.
Además, hay elección en los signos que ofrece la lengua: ¡les diseñan un discurso! Y, para redondear, tampoco puede afirmarse que es “su” realización, ni oral ni escrita, porque es una instrucción impartida (a veces, impuesta), no es propia.
Aunque percibamos palabras pronunciadas en un loro o en un contestador automático, ningún mensaje que pueda surgir de allí debe calificarse de “habla”, como tampoco el parloteo del vendedor de tarjetas de crédito o de vacaciones en Caparrapí.
Esas palabras apenas son una reproducción sonora, sin voluntad, sin libertad, sin matices. Allí, el lenguaje gestual parece el de un desastroso actor; en esa circunstancia, el contexto se ha extinguido; la noción del tiempo desaparece; los espacios, replicados con insistencia, también anulan cualquier posible autenticidad de las palabras.
Como una sencilla diversión en un teatro o como el juego para los niños, las marionetas y los títeres no hablan por ellos mismos; ninguno de los objetos inanimados cuenta con esa maravillosa facultad de comunicarse. En cambio, los seres humanos sí intercambiamos información, pero no somos cajitas de resonancia (objetos inanimados), porque cada palabra y cada idea, en nuestra especie, debe surgir de la reflexión. El motivo es claro: las máquinas no hablan.
Con vuestro permiso.
JAIRO VALDERRAMA V.
Universidad de la Sabana