En esta etapa de la política colombiana, que algunos consideran ad portas de la entrada en vigencia de un pacto que traerá la paz “estable y duradera”, y que otros, más escépticos, consideran que estamos en una decadencia institucional, es bueno releer el libro del gran jurista, historiador y destacado hombre público Indalecio Liévano Aguirre sobre el estadista más grande que ha tenido Colombia después de Bolívar: Rafael Núñez Maceo.
Ese libro extraordinario constituyó la reivindicación histórica que un liberal de la alcurnia intelectual y política de Liévano Aguirre le hiciera a quien había sido objeto del odio sectario de quienes no estuvieron a la altura de quien acometiera la más formidable obra de transformación de la Colombia de fines del siglo XIX.
En efecto, esto dijo en uno de sus tantos capítulos: “Rafael Núñez venció todos los obstáculos y llevó a cabo la más trascendental reforma política de nuestra historia, seguro de que un día sus conciudadanos sabrían apreciar la singular magnitud de su labor”.
“Y hoy, cincuenta años después de muerto Núñez (texto escrito en 1944), su figura de estadista resurge revestida de sus naturales atributos y excelencias, vencedora de todas las conspiraciones históricas que se han fraguado contra su memoria; y el liberalismo, ante la imperiosa lógica de los acontecimientos, entra de lleno por la ruta que desde su época Núñez la trazó con singular maestría y previsión (…). Supremo homenaje que un partido rinde al hombre a quien detractó injustamente durante tanto años, y el único a que podía aspirar ese gran vencedor de la vida que fue Núñez.
“(…). Intervención del Estado en la economía, tolerancia religiosa, centralización política y autonomía municipal, protección aduanera a las industrias nacionales, derechos individuales limitados por el interés social y moneda dirigida, fueron las premisas fundamentales del pensamiento político-económico del injustamente llamado ‘traidor al liberalismo’ y son hoy las doctrinas básicas del moderno liberalismo colombiano; y en cambio, los derechos individuales absolutos, la persecución religiosa, el Estado gendarme, el librecambio y el federalismo son únicamente para este partido el recuerdo de un pasado extraño”.
Ese reconocimiento que hizo Liévano de Núñez, a quien considera “el precursor del liberalismo social en Colombia”, también fue compartido por las grandes figuras liberales del siglo pasado como Darío Echandía, quien, al triunfar el presidente López Pumarejo en 1934, y ante las expectativas de algunos de arrasar la Constitución de 1886, dijo que esa Constitución era muy buena y que solo requería “de reajustarle algunas vértebras”, tesis que también compartieron Eduardo Santos, prologuista del libro de Liévano; Carlos Lleras Restrepo, cuya reforma constitucional de 1968 empezó con el encabezado de que la Constitución de Colombia es la de 1886, con las reformas de 1936, 1945 y 1968; y Alfonso López Michelsen, uno de los más grandes constitucionalistas que ha tenido el país.
Es de anotar que, con motivo de los 100 años de la muerte de Núñez, Eduardo Lemaitre, uno de los más grandes escuderos de su obra, organizó un evento académico en Cartagena, en donde López Michelsen ratificó su admiración por Núñez y recordó que la Constitución de 1886, desde 1913, ya había incorporado el concepto de acción pública de inconstitucionalidad, precursor de la tutela, que pocos países en el mundo la tenían.
Por todo lo anterior, hay que advertir con tristeza que el país hubiera sucumbido a los cantos de sirena de figuras menores del liberalismo que, prevalidos de un ideologismo anacrónico, han tratado de fungir como creadores de un nuevo Estado, cuando lo que se creó fue una nueva y poco afortunada organización institucional que ha sido un espacio propicio para la corrupción, el desgreño administrativo y el crecimiento y expansión del narcotráfico.
Por ejemplo, durante la vigencia de la Constitución del 86, todos los departamentos del país tenían representación en el Senado, y la reforma del 91 les cercenó ese derecho con la circunscripción nacional, pues apareció un fenómeno que antes no existía, como el de que candidatos ajenos a ciertas localidades apareciesen con votos en las mismas, derivados de pactos simoniacos por los cuales se producían transacciones vitandas a cambio de votos. Es decir, el país electoral se convirtió en una feria de compraventa de votos, con recursos mal habidos en muchos casos, producto del narcotráfico, escenario que favoreció la liberación cambiaria por entonces decretada.
La forma de elegir magistrados de las altas cortes y a los jefes de los organismos de control, con intervenciones cruzadas de las distintas ramas del poder público, creó un esquema perverso de intercambio de favores para el acceso a esas grandes posiciones, que ha conspirado en contra de la meritocracia y de la sana independencia y equilibrio de poderes, y, por supuesto, de la eficiencia y calidad del servicio público.
Lo más aberrante es el pacto implícito de gobernabilidad existente entre una élite tecnocrática que se dice sofisticada y con buenas conexiones con el exterior, que se apropia de las posiciones claves del nivel central, y el clientelismo regional que alimenta al sistema con sus votos, el cual tiene licencia para apropiarse de forma escandalosa y descarada de los recursos públicos a expensas de las necesidades vitales de la gente, como lo estamos viendo con los recursos destinados a la alimentación escolar, salud, educación, las mafias que orquestan las contrataciones a dedo con un solo proponente, y la piñata de las regalías, entre otras.
Parodiando a Núñez habría que decir: “Oh confusión, oh caos”.
Amadeo Rodríguez
*Economista consultor
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