Cuando todavía estaba en la lista negra de personas sin visa para los Estados Unidos, Gabriel García Márquez declaró, a raíz de la exitosa investigación periodística que dio al traste con la presidencia de Richard Nixon, más conocida como el caso Watergate, que el periodismo norteamericano como género “era el mejor del mundo”.
Otro reconocimiento implícito, pero a manera de reproche, lo hizo un personaje de la ultraderecha norteamericana quien, en un evento público, dijo que la guerra de Vietnam no se había perdido en los campos de batalla sino en las calles de Washington.
En efecto, en ninguna otra democracia occidental se ha producido un efecto similar, pese a que hubo casos más graves, como ‘les écoutes téléphoniques’ en Francia, durante el gobierno de George Pompidou (presidente) y Pierre Mesmer (primer ministro), producto de las denuncias de un semanario satírico de nombre ‘Le Canard Enchainé’.
Ese mismo reconocimiento podría hacérsele al sistema electoral de los Estados Unidos, en el cual se registran las particularidades y características de cada estado y luego se expresan en un colegio electoral. Sin embargo, a veces este resulta asimétrico frente al voto popular expresado en las urnas. Además, el Senado de los Estados Unidos refleja cabalmente el concepto de igualdad jurídica de los estados al permitir que cada uno tenga dos senadores. En contraste, en Colombia un departamento de la costa norte, con altos niveles de corrupción, tiene el mayor número de senadores de todas las circunscripciones electorales del país.
Ese sistema ha sido objeto de críticas por parte de dirigentes e intelectuales europeos y latinoamericanos, pero no hay duda de que, como proceso que tiene varias etapas en muchos casos diferentes en cada estado, es el más serio y garantista del mundo, así la historia registre casos como el del voto popular favorable a Nixon pero la elección final de Kennedy o el de Al Gore, quien sacó más votos populares que George W. Bush, pero este ganó la elección en el colegio electoral.
Algunos todavía recuerdan con nostalgia que un intelectual como Adlai Stevenson, candidato por el Partido Demócrata, hubiera sido derrotado en dos ocasiones por el general Dwight Eisenhower, candidato republicano, cuya popularidad derivaba de haber sido el comandante en jefe de las fuerzas aliadas que triunfaron y liberaron a Europa y al mundo de la pesadilla de Hitler en la Segunda Guerra Mundial.
En épocas electorales como la presente, la prensa estadounidense procura siempre reafirmar su rol protagónico de “perro guardián” y suele escudriñar los rincones más íntimos de los candidatos en escena.
Ese poder mediático se ejerce con mayor fuerza con los llamados entrometidos u ‘outsiders’, cuyo ejemplo emblemático fue Ronald Reagan. Cuando este hombre dio el paso de la locución y la actuación a la política, fue atacado de forma inclemente con calificativos como ‘actor fracasado’, ‘frívolo’, ‘superficial’; ‘sin mayor formación académica’. Sin embargo, Reagan tuvo la habilidad y sagacidad de sobreponerse a sus críticos con resultados contundentes en su gestión durante dos periodos como gobernador de California y dos como presidente. Incluso, hoy se le reconoce como uno de los mejores presidentes de los Estados Unidos y autor, junto con el papa Juan Pablo II, de la caída del muro de Berlín y el derrumbamiento del régimen comunista en toda Europa.
En el debate presidencial del 2016 se enfrentan dos opciones a las cuales los electores sensatos ven con el criterio del mal menor. En primer término está Hillary Clinton, un verdadero animal político quien mostró tener un matrimonio de conveniencia con Bill cuando soportó con estoicismo los escándalos sexuales por los cuales fue juzgado y absuelto por el Congreso norteamericano. De haber optado por separarse a causa de las repetidas infidelidades de su marido, con seguridad habría perdido todo el chance que hoy tiene de acceder a la presidencia de la república. Este caso me hace acordar de un personaje de la política francesa de los años setenta, Marie France Garaud, a quien en los medios políticos se le llamaba ‘Maquiavelo en faldas’.
El caso de Donald Trump es el del empresario exitoso que ha interactuado con los medios durante muchos años y, por tal razón, ha hecho una arriesgada apuesta: su gran y antigua exposición mediática le asegurarían el nivel de reconocimiento público suficiente para ser elegido como presidente, sin importar lo extravagante de sus opiniones sobre distintos aspectos del manejo del poder en una potencia de primer nivel mundial como son los Estados Unidos. Pero como todo en exceso cansa, parece que Trump no las tiene todas consigo, sobre todo porque pasó por encima de los valores religiosos y cristianos que caracterizan a la sociedad norteamericana al tratar de forma poco piadosa, con falta de respeto humano, a los padres musulmanes de un soldado que murió en combate defendiendo la bandera de los Estados Unidos. Esa fue una apuesta de desmedida audacia que tendrá un alto costo político para el señor Trump.
Amadeo Rodríguez Castilla
* Economista consultor
Comentar