Los dilemas electorales están inextricablemente ligados a los dilemas de la paz.
El resultado de las elecciones presidenciales del 2018 depende de los próximos ocho meses. Si en ese lapso todo sale (más o menos) bien, el tema de la paz puede escurrirse de las elecciones y la oposición al proceso con las Farc puede verse en líos para competir con éxito. Pero si todo sale (más o menos) mal...
Es difícil imaginar un escenario en el que las elecciones de un presidente en Colombia no dependan de la paz y la guerra. Desde Belisario Betancur, hace 35 años, cada presidente de este país ha subido al poder al vaivén del péndulo de las inclinaciones del electorado entre negociar o hacer la guerra. Colombia está ahora ante la posibilidad de poner fin a esa ominosa tradición.
Así sería el escenario optimista de la paz.
El Congreso aprueba aceitadamente, antes de junio, las más de 50 leyes y reformas constitucionales necesarias para la implementación de los acuerdos con las Farc, mientras la negociación con el Eln avanza hacia mecanismos convenidos de participación de la sociedad.
Para agosto o septiembre –con demoras previsibles pero manejables–, las Farc han dejado sus armas en manos de la Misión de Naciones Unidas y están enfrascadas en su reintegración, a través de la empresa colectiva Ecomún, y en la preparación de la campaña electoral de su nuevo partido, mientras el Gobierno logra darles garantías serias de protección y las Fuerzas Militares y el Estado civil llegan de verdad, con seguridad y bienes públicos, no con operaciones cívico-militares, a las zonas en las que hacía presencia la guerrilla.
Para fin de año están funcionando una comisión de la verdad, que empieza a producir una catarsis nacional sobre la catarata de crímenes cometidos por todos los involucrados en el conflicto armado –todos, no solo la guerrilla–, y una jurisdicción especial de paz que comienza a generar resultados perceptibles sobre todos los responsables –todos, no solo los guerrilleros–.
En el campo comienzan a ponerse en pie programas de desarrollo, salud, educación, riego, electricidad, vías, que llevan 200 años de atraso. El programa de sustitución logra convencer a miles de campesinos de abandonar el cultivo de coca y ofrecerles alternativas lícitas viables, no erradicación violenta para complacer a Trump y parches de ayuda provisionales. El Congreso aprueba un Estatuto de la Oposición y una reforma electoral que haga mella en la corrupción y el clientelismo. El Estado consigue impedir que maten a los líderes sociales al ritmo impune de los últimos meses.
...Y la negociación con el Eln empieza a pasar a otros puntos: víctimas, fin del conflicto, disposición de las armas...
¿Qué campaña electoral y qué elecciones tendría Colombia en el 2018 entonces?
Es difícil imaginar a la actual oposición al proceso insistiendo en sus consignas de tiempos de guerra –siglos de cárcel para las Farc, narcotráfico como delito conexo, no hacer el catastro rural– como banderas para ganar la presidencia.
Si la implementación de lo acordado en La Habana sale bien, Colombia podría tener la primera elección de país en paz en 35 años; es decir, una en la que paz o guerra no sean la prioridad para escoger al presidente.
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El problema es justamente ese: que todo salga (más o menos) bien. Porque con los múltiples desafíos del posconflicto y la tendencia que tienen Colombia y, sobre todo, sus gobiernos a hacer diseños grandiosos que terminan pobre o nulamente ejecutados, es muy alto el riesgo de que todo salga (más o menos) mal.
Ese es el gran reto de los próximos meses. Solo si se implementa bien (y rápido), la paz dejará de ser la prioridad para elegir al próximo presidente. Y empezaríamos, por fin, a ser un país normal.
Álvaro Sierra Restrepo
cortapalo@gmail.com@cortapalo
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