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Hemingway o el riesgo de vivir

Hemingway o el riesgo de vivir

Difícilmente haya habido a lo largo del siglo XX otro escritor cuya biografía esté más salpicada de leyenda.

Difícilmente otro ser humano podrá leer sobre sí mismo las dos noticias que a Ernest Hemingway le fue dado leer en 1954, con algunos meses de diferencia: una, la de la adjudicación que la Academia Sueca le hizo del premio Nobel de Literatura; y la otra –unos meses antes–, la de su propia muerte.

Sin embargo, una cierta y otra falsa, ninguna de las dos podría clasificarse como sorpresiva. La postulación al Nobel se venía reiterando año tras año. Su posición relevante dentro del siempre vigoroso panorama de la literatura norteamericana y su bien ganado prestigio universal así lo ameritaban.

En cuanto a su supuesta muerte en un accidente aéreo durante un safari en África, respecto de la cual leyó las más variadas notas necrológicas mientras permanecía en una cama de un hospital de Entebe, era algo que su azarosa vida permitía esperar, desde cuando fue herido gravemente en un frente de combate en Italia, durante la Primera Guerra Mundial, con apenas diecisiete años de edad, pasando por sus frecuentes accidentes en selva y mar, y los constantes riesgos de muerte en los diversos campos de batalla a los que sus ansias de aventura lo llevaron con el pretexto de la corresponsalía de guerra para los periódicos a los cuales servía, hasta ese escopetazo final en 1961, cuya única sorpresa la constituyó el hecho de que hubiera sido ejecutado por su propia mano.

Esa misma mano que empezó a ‘calentar’ desde niño y con la cual apretaba el rifle, la vara de pescar, el lápiz y los cuerpos femeninos, que son los elementos que resumen en pocas palabras la biografía de este gigante de las letras y del riesgo de vivir, precursor de un estilo literario sobrio, preciso y con gran sentido de la economía de elementos expresivos, que narraba con frialdad las más dramáticas situaciones en las que el protagonista era el valor.

Escribía a raudales, con vuelos huracanados, poniendo a competir la velocidad de su pluma con la de su pensamiento, para transmitir al papel ‒con incomparable talento‒ los registros de su pupila despierta y magnética. Y ahí dejaba en la morfología de su letra menuda toda la impronta de la visión alucinada y rica de sus vivencias, de su dolor, de esa alegría que producía en su espíritu de buceador de formas el vuelo ágil y feliz de un pajarillo o los destellos de una gota de rocío en el pétalo de una flor.

Difícilmente haya habido a lo largo del siglo XX otro escritor cuya biografía esté más salpicada de leyenda. Hasta qué punto el mismo Hemingway alentó esa leyenda, al adornar sus aventuras de pesca, caza y guerra con las proverbiales exageraciones de los veteranos en esas actividades, no es del caso averiguarlo. Lo que sí es cierto es que la actividad física corrió paralela con su devenir intelectual, y que ese paralelismo estuvo presente desde los comienzos de su formación.

Incluso el acto de escribir era para él una actividad física que realizaba de pie, como acometiendo una aventura. De ahí que cuando la insoportable inactividad física se hacía presente con el paso de los años y el desgaste corporal, la llenaba de alcohol en compañía de amigos durante largas veladas en las que él revivía las hazañas propias y ajenas.

Pero si el postulado vertebral de su estética era escribir solo sobre sus vivencias, se hacía preciso tener una vida lo suficientemente nutrida de experiencias novelables para mantener siempre lleno el pozo de su inspiración. Poco le costaba a Hemingway afrontar esa existencia de leyenda que fue la suya, tocado como estaba desde niño por la fascinación con el mar y el encanto misterioso de los bosques con los cien ojos de Argos del peligro acechando centímetro a centímetro.

Por eso, cuando advirtió que ya su cuerpo estaba incapacitado para dictarle con verdad lo que debía escribir y consciente de que el debilitamiento de sus posibilidades físicas significaba también el agotamiento de su pozo de inspiración, decidió ponerles el punto final para no vivir ni un segundo en la inutilidad, siete años antes de saber qué cosas escribirían amigos y enemigos, acerca de su muerte.

ALPHER ROJAS C.

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