Paradójicamente, el leve y efímero repunte del ‘No’ hace algunas semanas, impulsado por los mecanismos de miedo, medias verdades y los embustes globales del uribismo, logró el efecto contrario: una reacción en cadena, racional y dinámica, de los colombianos –en todos los órdenes de la pirámide social– en contra de la guerra y, a la vez, un nítido deslinde entre el proceso de diálogos y la imagen del gobierno Santos, que cabalga nerviosamente sobre el vacilante suelo del neoliberalismo económico.
En desarrollo de la campaña plebiscitaria, diversos sectores de la población –dado el calibre de las falsedades propaladas por los ilusionistas dogmáticos– recuperaron su capacidad de asombro y advirtieron que una eventual superioridad electoral de la negación implicaría un retorno a la guerra en su expresión más inhumana y cruel, y daría paso al copamiento del espacio público por la ‘parapolítica’, que ya nos infligió ocho años de control social coercitivo, de bulimia armamentista, de apoteosis minera y anorexia en el gasto público social.
Al borde del precipicio, los colombianos reflexionaron sabiamente: un revés en la confirmación de los acuerdos pondría, además, en evidencia el fracaso del sistema educativo y confirmaría el perverso influjo de algunos medios de comunicación (por su frivolidad y sus sesgos) en la falta de compromiso político de la ciudadanía.
La mayor responsabilidad del desastre caería irremisiblemente sobre la calidad educativa, puesto que sería la comprobación de que dicha institucionalidad, en lugar de producir conocimiento y cultura política democrática, habría estado inoculando creencias reactivas a los beneficios de la paz con equidad distributiva.
La sociedad, así confinada en su minoría de edad –por falta de conocimiento político y de fundamentos éticos–, dedicaría el tiempo productivo y sus espacios de reflexión, como autómatas secuenciales, a prácticas hedonistas, a asumir imaginarios de intolerancia, de autodestrucción y de terror en una perspectiva epidemiológica de contagio, proclive a procesos retardatarios como la “seguridad democrática”, tan escatológica en su estructura ideopolítica como sanguinaria en su operatividad metodológica.
Si llegara a ganar el ‘No’ –¡y los astros se apiaden de nuestro sufrido país!–, podría pensarse que las instituciones formativas enseñaron el mapa pero no las características del territorio; que educaron en anécdotas exóticas pero no enseñaron la historia popular, ni hicieron visibles las luchas de los campesinos ni los conflictos de los asalariados urbanos, mucho menos el dramático recorrido de las clases medias. En síntesis, no habría formado una opinión pública ilustrada para enfrentar el papel anestésico de los medios y la dominación de la política opresiva.
Tanto los medios electrónicos –TV y radio, especialmente– como los decadentes militantes del ‘No’ en las redes sociales, “se dedicaron a fijar un espejo falso y mentiroso ante la sociedad” (Rita Segato); a alimentar el morbo, la curiosidad por la tragedia del otro y a acostumbrarnos al espectáculo diario del sufrimiento, y así, pescaron incautos para usarlos contra el plebiscito.
Afortunadamente, las mayorías se percataron de que estaban siendo víctimas de un embaucamiento indecente y corroboraron con el comienzo de la desmovilización insurgente que las Farc se comprometieron por escrito y bajo palabra de honor a consolidar un proceso visible, exhaustivamente verificado por respetables organismos multilaterales del mundo democrático.
Hoy no hay una bandera más popular que la de la paz. Sin embargo, para hacer perdurable la convivencia tranquila se requiere el funcionamiento de nuevas instituciones políticas y un proceso de ‘circulación de élites’ que faciliten y no obstruyan ni dilaten el cambio social y económico. Para lograrlo es imperioso que impulsemos la dinámica ola ciudadana de la paz votando ‘Sí’ en el plebiscito.
Alpher Rojas
*Director de la Corporación de Estudios Sociopolíticos y Culturales de Colombia: Colombia Plural