Sin duda, un politólogo quedará desconcertado tratando de analizar cuanto ocurre hoy en Colombia, donde no se puede predecir más allá de semanas o días, pues las cosas, quizás para fortuna nuestra, cambian aquí con sorprendente velocidad, aun en términos de horas. Y si bien no es equiparable la suma rapidez con que se dieron los acontecimientos recientes a los 'Diez días que estremecieron el mundo', libro de John Reed a propósito de la revolución rusa, sí son asimilables, descontando que casos parecidos ocurrieron en el pasado.
El 9 de abril del 48, cuando ardía Bogotá por el asesinato de Gaitán, los dirigentes liberales fueron al Palacio de la Carrera a pedirle al presidente Ospina su renuncia, e incluso se pensó en una junta militar de Gobierno. Sin embargo, horas después, apaciguados los ánimos, uno de sus más connotados líderes, el maestro Darío Echandía, juraba como ministro de Gobierno del régimen que poco antes querían derrocar, dando lugar a la Unión Nacional, que meses después estalló en pedazos ante el recrudecimiento de la violencia.
Ese mismo Partido Liberal, siempre respetuoso de la legalidad, aceptó de alguna manera el cuartelazo de Rojas Pinilla contra Laureano Gómez, que Echandía calificó de “golpe de opinión”. El sábado 13 de junio de 1953, el país tuvo tres presidentes: el encargado Urdaneta Arbeláez, que se negó a destituir a Rojas; Laureano Gómez, que reasumió la presidencia para hacerlo y designó como ministro de Guerra a Jorge Leyva, detenido durante su reconocimiento en el Batallón Caldas; y el propio Rojas Pinilla, a quien, según algunos, puso en el poder el omnipotente Lucio Pabón.
Ministros del derrocado terminaron siéndolo también del usurpador. Cuando Rojas decepcionó a los dos partidos, estos se pusieron de acuerdo para tumbarlo. Los archienemigos, Laureano y Lleras Camargo, se abrazaron en un balneario español, y con el Frente Nacional pusieron fin a la violencia liberal-conservadora con un plebiscito aprobado por más del 70 por ciento del censo electoral en 1957.
Para bien de esta Nación, hoy, después de esta batahola, no todo está perdido para la consolidación de la paz. Hay que reflexionar y pensar que, contrariamente a lo que se piensa, aún los mecanismos jurídicos antes descartados siguen siendo útiles para encontrar las fórmulas que nos impidan inexorablemente volver a la guerra, que por lo demás nadie quiere.
En esta columna he sostenido que con la normativa constitucional vigente el Presidente puede negociar la paz con un grupo armado sin recurrir a consultas populares. Si revisamos las facultades presidenciales constitucionales para el manejo del orden público, y las múltiples leyes expedidas después de 1997, encontramos, mal contadas, más de diez atribuciones para conseguir la paz. El desarrollo mismo de unos acuerdos se hace vía Congreso a través de reformas constitucionales o legales, de actos administrativos o de meros actos políticos.
Lo ahora convenido en materia agraria, por ejemplo, es mucho menos revolucionario que las reformas propuestas por López Pumarejo en 1936. ¿Qué nos impide expedir un estatuto de la oposición pedido desde las épocas del MRL? ¿O la reforma electoral? ¿O la profundización de la democracia? ¿O mejorar la educación o la salud o reformar los partidos? ¿O luchar contra la corrupción?
Entiendo que ya hay estudios que demuestran que muchos de los temas del acuerdo –sin validez jurídica como documento, pero sí con gran fuerza política– no requieren siquiera reforma constitucional. De alguna manera, se pueden recuperar temas del marco jurídico para la paz, del 'fast track' torpemente vinculado a última hora al plebiscito, y de muchas leyes más.
Además, siendo la paz, por excelencia, un problema de orden público, también queda, para alcanzarla estable y duradera, recurrir a los mecanismos de excepción contemplados en la Carta de 1991.
El otro ‘blindaje’ son las manifestaciones populares iniciadas por los estudiantes, que, al margen de la política tradicional, claman por la firma de la paz.
Alfonso Gómez Méndez
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