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Muertes y minería ilegal

No ha sido posible coordinar políticas y acciones para poner la minería en cintura.

Inconcebible ceguera sería desconocer la importancia del acto de este 27 de junio en Mesetas, con dificultades, apresuramientos y aun sobresaltos, para la entrega de armas de las Farc a Naciones Unidas, poniendo así fin a una larga confrontación bélica que nunca sirvió para cambiar al país y solo dejó una estela de muertos, mutilados, torturados, desaparecidos, desplazados, seis millones de víctimas civiles y una institucionalidad seriamente resquebrajada.
Como lo registran numerosos estudios, las víctimas fueron principalmente civiles, incluso entre los combatientes de lado y lado, pertenecientes a la población más pobre del país.
En varias columnas en este diario he señalado que si bien el conflicto armado no era el principal problema nacional, sí fue el continuado pretexto para que la clase dirigente no se ocupara de solucionar temas cruciales como la redistribución del ingreso, la salud, las comunicaciones, la educación y la casi generalizada corrupción pública, patrocinada por un sistema que la tolera, auspicia y necesita desde la relación clientelista Ejecutivo-Legislativo.
En El Espectador (sábado 24), el analista y antiguo director del Instituto de Estudios Liberales en la época de López Michelsen, Hernando Gómez Buendía, con su agudeza característica, escribió, con aparente tremendismo, que hoy, el establecimiento “muestra ya sus desnudeces”, y agregó: “(...) hay que decir que el país no va por mal camino, en realidad no va para ninguna parte”.

En cuanto a los mineros, el libreto ya está escrito: por falta de elementales medidas mueren los obreros que por unos pocos pesos arriesgan su vida dentro de las minas

Es cuanto deben estar pensando los acongojados familiares de los mineros muertos, en previsibles tragedias, en Cucunubá y Lenguazaque, Cundinamarca.
Y es que en ocasiones la institucionalidad parece inexistente. Las imágenes televisivas del fin de semana pasado fueron realmente desgarradoras: una humilde mujer llorando al hijo y al sobrino que para ganarse el mínimo trabajan en socavones quinientos metros bajo tierra; un anciano pobre, cuyo rostro reflejaba los golpes de la vida, recordando la despedida de su hijo antes de irse a la mina, mientras él mismo, sin terminar su desayuno, salía para el trabajo; madres, esposas e hijas en la boca minera esperando ese milagro que no se dio –que los suyos estuvieran con vida– tras una explosión de gas metano en las oscuras profundidades del laboreo. Todos humildes. Todos pobres. Todos necesitados. Todos dejados a la deriva por un Estado que no hace nada para que esas tragedias, tan fácilmente evitables, no se den.
Aquí mucho se habla de la minería ilegal. Pero no ha sido posible coordinar políticas y acciones para ponerla en cintura. Como en tantos otros aspectos de la vida nacional, hay clara dicotomía entre el discurso y la acción. Parecemos esquizofrénicos. Creamos toda clase de comisiones anticorrupción, pero el Estado se les sigue entregando –hecho jirones y a sabiendas– a políticos inescrupulosos.
En cuanto a los mineros, el libreto ya está escrito, igual en Amagá, Riosucio, Segovia, Cucunubá o Lenguazaque. Por falta de elementales medidas mueren los obreros que por unos pocos pesos arriesgan su vida dentro de las minas. Y, como siempre, cero responsabilidad política.
Es una especie de aterradora esclavitud moderna. Cuando se produce la tragedia, llegan los medios para registrar el dolor y la angustia de los familiares. Algún funcionario se hace presente. Se denuncia que la mina era ilegal. No aparece el propietario que la explota. De las investigaciones ofrecidas, jamás figura un responsable. Ni en el Ministerio de Minas. Ni en las tantas agencias recientemente creadas. Ni en las alcaldías. El país no les hace seguimiento a las víctimas: a las viudas, a los huérfanos, a los padres. Ni se piensa en el destino de quienes se quedaron sin el único sustento, así fuera un mínimo, a riesgo de la vida. Y siempre, hasta la próxima tragedia...
De modo que la terminación del conflicto bélico también debe servir para decirle a grito entero a la clase dirigente que, por elementales justicia y decoro, piense menos en sus intereses y tome en serio al país.
ALFONSO GÓMEZ MÉNDEZ
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