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El demonio es el Estado (la violencia), no el lucro

Cuanto más fuerte es la intervención del Estado en la vida del pueblo, más honda la destrucción.

En un reportaje, Francesco Rocca –recién llegado de Venezuela–, presidente internacional de la Cruz Roja y la Media Luna Roja, decía que allí todos “necesitan ayuda humanitaria, los chavistas y los que siguen a Guaidó… en salud es donde hay mayor urgencia… se mueren por la falta de energía en los hospitales”. Por ello están entregando plantas eléctricas.
Cuenta Francesco Manetto, en ‘El País’ de Madrid, que cada rutina en Maracaibo gira en torno a la falta de electricidad: el suministro de agua, la gasolina, la conservación de alimentos. La segunda ciudad de Venezuela, a orillas de un lago con una de las mayores reservas petroleras del mundo, vive una decadencia que asfixia especialmente a los más pobres.
En su mercado de pulgas se vende mercancía descompuesta, a falta de electricidad para refrigeración, y carísima para los estándares locales. En el país que tiene la gasolina más barata del mundo –5.400 litros por dólar–, en Maracaibo y otros lugares es difícil conseguirla. En las gasolineras que tienen electricidad y pueden funcionar, los clientes hacen colas durante horas. Los más adinerados pagan un sobreprecio de cinco dólares para colarse.
Y le dicen a Manetto, un empleado de una gasolinera, que tiene que repartir lo recaudado por sobornos con los militares que “custodian” las colas. Los más ricos pueden acudir a los pimpineros camino de la frontera con Colombia, el mercado negro, donde una garrafa de 20 litros cuesta unos 10 dólares.
Aun en Caracas se registraban colas en las estaciones de servicio. La producción de gasolina cayó debido a la desastrosa gestión de la petrolera estatal, PDVSA. Diez años atrás, la producción llegaba a 3,2 millones de barriles diarios, y en abril pasado fue de 1,04 millones, según la Opep. Para remate están las sanciones estadounidenses contra PDVSA. Así, Venezuela ha importado combustible para satisfacer la demanda interna, unos 250.000 barriles diarios.
Es que las sociedades tienden hoy a organizarse de dos modos. O por acuerdo voluntario, como ocurre en el mercado –el pueblo (del latín ‘populus’, las personas) en su conjunto, desde el punto de vista económico–, donde se acuerdan intercambios para beneficio –lucro– de ambas partes, como cuando se compra un auto porque lo necesita el cliente a cambio del dinero que el fabricante requiere para seguir construyendo.
O forzadas desde el Estado –el monopolio de la violencia–, como cuando se imponen precios máximos o empresas estatales sostenidas con impuestos, coactivamente retirados del mercado. Por cierto, hay empresarios privados que se aprovechan del Estado y consiguen “reservas de mercado” –monopolios– o controles aduaneros para evitar la competencia y los precios bajos para el pueblo, el mercado.
El trabajo, y el consecuente afán de lucro, son los instrumentos del orden natural para que el hombre coopere, pacíficamente y en comunidad, en la creación. Al punto de que si el hombre fuera perfectamente justo –acordara pacíficamente todas sus acciones–, la caridad sería innecesaria. Es la violencia la que destruye el orden natural, espontáneo, de las cosas. Por ello, cuanto más fuerte es la intervención del Estado en la vida del pueblo, más honda la destrucción, como ocurre en Venezuela.
Y la corrupción se produce, precisamente, cuando no hay paz, y, entonces, quienes enarbolan las armas tienen esa capacidad de reivindicar sobornos a cambio de no dispararlas.
ALEJANDRO A. TAGLIAVINI
Miembro del Consejo Asesor del Center on Global Prosperity, de Oakland, California
En Twitter: @alextagliavini
www.alejandrotagliavini.com
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