Hace dos semanas me arriesgué a anticipar que Donald Trump podría ganar las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Había algo en su repentina aparición en el firmamento político que no se explicaba apenas por el malestar de un grupo hasta entonces aislado de la población, o por su papel como portavoz del racismo, nacionalismo, machismo y otros ismos latentes. Era algo que parecía más profundo, más amplio y también más permanente.
Cuando empecé a escribir estas columnas, hace unos ocho años, estaba viviendo en Asia y me asombraban la dimensión y la velocidad a la que ese continente, en especial China e India, se incorporaba a la economía mundial. El mundo entero estaba enamorado de los BRICs –Brasil, Rusia, India y China– y nadie podía ocultar su entusiasmo por la llegada de los CIVETS, las nuevas estrellas en la era de la globalización: Colombia, Indonesia, Vietnam, Egipto, Turquía y Suráfrica.
Viendo pasar por mi ventana la caravana incesante de barcos atiborrados de contenedores camino al puerto de Hong Kong, yo pensaba que las ruedas de la historia estaban girando, aunque no tenía claro en qué dirección, ni tampoco cómo eso se traduciría en nuestras propias vidas. Varias veces durante esos años hice que mis hijas se detuvieran a apreciar el tránsito de los barcos, porque creía que el mundo en el que les tocaría vivir estaría marcado por esa escena.
Una década atrás el mundo parecía haber entrado en una era de colaboración e interconexión en el que los beneficios antes reservados para unos pocos llegarían a rincones cada vez más remotos. Pero en un giro inesperado la globalización, que ha transformado las vidas de miles de millones de personas dándoles acceso a bienes, servicios, capital y tecnología –mejorando en muchos casos la calidad de los sistemas políticos–, ha creado también los argumentos para la llegada al poder en EE. UU. de un presidente populista, con todas las consecuencias que eso puede llegar a tener.
El riesgo de analizar un asunto complejo, es que se tiende a simplificar y el ascenso de Donald Trump aal poder no es el producto de una única causa. Pero los votos que recibió en las áreas en que la industria manufacturera ha desaparecido, son responsables en buena parte de su llegada a la Casa Blanca. La crisis manufacturera en zonas claves de Estados Unidos no es nueva ni sucedió a escondidas del mundo, pero se subestimó el sentido de inseguridad física y económica que produce un mundo plano en el que no existen fronteras y la tecnología produce obsolescencia a velocidades vertiginosas.
En otras palabras, por estar ocupados maravillándonos de las ciudadelas industriales chinas en las que se trabaja 24 horas a una fracción de lo que cobran los trabajadores en los países desarrollados, no le pusimos atención a la destorcida. El resultado es que al tiempo que sirvió como motor para impulsar las economías menos avanzadas, la integración económica originó una reacción de la cual la elección de Donald Trump es una de las consecuencias.
El peligro, como muchos analistas lo han señalado, es que el presidente electo no logre cumplir sus promesas de llevar prosperidad a las zonas deprimidas del país y decida recurrir a un mensaje político aún más recalcitrante que el que usó durante la campaña. En ese sentido, sugieren algunos, el riesgo político es más serio que el económico. Por lo pronto, no queda más que seguir observando los primeros indicios de lo que Donald Trump planea realizar a partir del 20 de enero, y hacer un esfuerzo para salir del estupor y la perplejidad causados por este inesperado revés electoral.
Adriana La Rotta
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