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Un perro apaleado

Los humanos nos comportamos como perros apaleados de muchas maneras, somos animales maltratados.

Lo que más extraño de la infancia no es tener la piel perfecta y el pelo fino, sino ser lo suficientemente inocente y confiado como para asumir que los adultos son así también. Ni idea de en qué momento me volví un perro apaleado, pero seguro no nací siendo tal cosa. Fue pestañear y pasar de la esperanza a la desilusión, al punto de que cumplir metas más que una oportunidad es un imposible.
Un perro apaleado es bravo, pero ataca no porque quiera hacer daño, sino para defensa porque lo que está es triste: la rabia no es otra cosa que dolor transformado. Una vez el perro se cansa de pelear se vuelve manso, y más que manso, resignado; todo le deja de importar, y se echa en una esquina para que no lo molesten, el problema es que retirarse a una esquina hace que tarde o temprano te dejes morir. Los humanos nos comportamos como perros apaleados de muchas maneras, todas sofisticadas, pero no por eso dejamos de ser animales maltratados.
Es que ha dejado de importarnos la vida misma, desde el trabajo que hacemos hasta la gente con la que nos relacionamos. No solo nos volvemos unos trabajadores mediocres que hacemos lo mínimo necesario, sino que empezamos a faltar a todo compromiso social que se nos cruza: fiestas, eventos familiares, planes de dos para tomar café. Envidio al que logra no caer en tal dinámica y se mantiene activo, pero envidio más a aquel que no tiene nada que perder y se entrega a la inercia.
Poco a poco se nos va poniendo cara de víctimas, y terminamos dejando todo en visto, los mails y el WhatsApp, los buzones de Twitter e Instagram; también se nos vuelve costumbre no devolver las pocas llamadas que entran. Nuestra apatía es tal que un día la gente deja de intentar y se olvida de que existimos, que en teoría era lo que buscábamos, cuando lo cierto es que lo único que queríamos era ser recordados más allá de nuestra muerte.
Hay quien desconfía de los que quitan los chulos azules del WhatsApp y desactivan la opción de ver la última hora de conexión porque cree que tienen algo que ocultar. No se estresen, que el que quiera hablar les va a contestar. Dejen de querer saber por qué la gente ignora, simplemente lo hace y ya. Querer saber todo, en especial cosas tan inútiles, es ego, y al ego no hay que darle de comer.
Más allá del mundo virtual, si en la vida real no tienes un empleo fijo estás en la buena porque te puedes quedar en la cama un miércoles cualquiera sin que el mundo te extrañe demasiado, pero si te toca responder por un empleo, tronaste y debes arrastrarte a una oficina, que más que lugar de trabajo es un encierro, y lidiar con colegas que más que compañeros son un tormento.
Por eso llega el fin de semana y no quieres ni abrir las cortinas, solo ignorar a los demás y echarte a perder. Cuando no pararte de la cama es tu constante, no sabes si lidias con la tristeza, la malparidez, la flojera, el miedo o todas las anteriores, y pasas de extremo a extremo: por fuera te muestras independiente y solvente, listo para los reflectores, pero por dentro estás tan quebrado que no das ni para decir hola. Se vuelve imposible vivir entre los hombres en ese estado.
No conozco mayor milagro que coger nuestra tristeza y nuestras debilidades y convertirlas en fortaleza para conseguir aquello que tanto deseamos. Y más que de grandes logros hablo de pequeñas conquistas. A mí no me gusta Bogotá con sol, que para eso me hubiera quedado en mi pueblo; la prefiero fría, gris y lluviosa. Me gusta levantarme de la cama cuando oigo llover y caminar bajo la lluvia porque pienso que voy a cruzarme con alguien y vamos a caminar juntos. Es que mientras todos corren a esconderse con las primeras gotas, aquel que se quede zapateando bajo el agua es una potencial alma gemela.
Adolfo Zableh Durán
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