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Son cuatro

Han suavizado las formas de opresión para que creamos que somos libres y no incendiemos todo.

En una escena de Django Unchained, Leonardo DiCaprio cuenta la historia de Ben, un esclavo que afeitó a su padre durante cincuenta años y, navaja en mano, nunca fue capaz de cortarle la garganta, solo de obedecerle. Añade el actor que, habiendo crecido en una plantación llena de esclavos en el sur de Estados Unidos, una pregunta se le venía a la cabeza todos los días: “¿Por qué no nos matan?”. La respuesta la encontraba en la frenología, una vieja seudociencia que afirmaba que se podían estudiar los rasgos de una persona de acuerdo con la forma de su cráneo.
De niño me hacía preguntas por el estilo. Una de ellas era por qué no se producía más dinero para que no hubiera gente pobre. La otra era muy parecida a la de DiCaprio: si hay en el mundo más pobres que ricos, ¿por qué no se rebelan? La primera me la respondieron cuando estudié economía, y en cuanto a la segunda, creo que me he ido encontrando la respuesta: puro instinto de supervivencia. A veces, la mejor manera de sobrevivir no es atacando el establecimiento sino sometiéndose a él. No será la más digna, pero sí la que puede asegurarnos una vida más o menos tranquila.
La mayoría de las personas no quieren ser millonarias ni poderosas, no aspiran a cambiar el mundo ni dejar un legado, solo quieren vivir en paz una vida que no entienden y en ocasiones ni les agrada. Personas arrodilladas y sumisas es lo que más hay. Vean a Cartagena. ¿Por qué una minoría pudiente hace reinados, festivales y paseos en yate en la cara de gente sin recursos que en vez de armar una revolución mira con cara de desesperanza y estira la mano a ver si le dan una moneda? No será por falta de rabia, eso es seguro.

Son cuatro gatos los que dominan esto, poseen el dinero, el poder, las influencias; hacen leyes porque les convienen y nos tienen convencidos de que es lo que necesitamos.

Varios de los que estamos en la mitad del sándwich nos creemos buenos porque pensamos que ser malos es cometer un crimen, y, la verdad, no creo que se necesite tanto. Muchos van por la vida creyéndose buenos, como si para ser malo se necesitara matar a alguien. El silencio, la doble moral, el servilismo, todas son formas de maldad y el caldo de cultivo para un mundo cada vez más desigual.
Y digo todo esto no porque quiera una sociedad mejor; yo no tengo alma de redentor ni nací para enfrentarme al sistema, así haya cosas de él que no me gusten. Lo que sí tengo claro es que no hago parte de los buenos, solo soy uno más que trata de sobrevivir. Creo que pensarse bueno es la cuota inicial del camino a la maldad, porque en la búsqueda de eso que creemos justo seremos capaces de hacer lo que sea. Miren a Daenerys, miren a Álvaro.
El mundo sigue siendo una aldea a pesar de la globalización. Y no es de todos, como asumimos, es del que lo toma por la fuerza, porque pasa también que nos creemos evolucionados, y lo cierto es que somos una especie incipiente, salvaje aún, que sigue pensando que para estar bien hay que pasar por encima del otro. Que tengamos teléfonos inteligentes y podamos hacer operaciones por internet no nos hace civilizados; seguimos siendo bestias. Alguna vez leí algo que resumía esto que intento decir: “Hay un culto excesivo a la inteligencia. Es importante, pero la inteligencia sin bondad conduce a un mundo inmoral, falto de ética y perverso, donde solo importan los beneficios”.
Colombia, el mundo también, sigue siendo la granja en donde se crio DiCaprio en la película de Tarantino. Es la ley del más fuerte, el amo sobre el esclavo. Son cuatro gatos los que dominan esto, poseen el dinero, el poder, las influencias; hacen leyes porque les convienen y nos tienen convencidos de que es lo que necesitamos. Eso sí, han suavizado las formas de opresión para que creamos que somos libres y no incendiemos todo. Son nuestros captores. Nos tienen en ese punto donde no nos dejan entrar a la fiesta, pero nos tienen lo suficientemente cerca para que podamos oír la música. Ellos mandan, el resto somos Ben.
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