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Pelea de barras

El electorado se jura crítico e ilustrado y al final tiene la inteligencia de un barrabrava.

Nunca he sido activista, no me interesan las doctrinas ni las colectividades, pero me interesa el tema como a cualquiera porque es una rebanada de realidad, igual que el deporte o el entretenimiento.
En estos días de aislamiento, cuando la virtualidad coge más fuerza, es imposible no volver a Uribe y a Petro, un asunto espinoso del que a veces es mejor apartarse. Aunque al final ellos son apenas actores de reparto a los que les hemos dado demasiado poder, el verdadero problema es la eterna batalla entre el orden establecido y la oposición, entre las prácticas que nos han sumido en la pobreza y lo que supuestamente nos va a sacar de ella.
Un líder debería unir y no dividir, pero eso es en el papel, claro, y cada vez que Uribe o Petro hablan, la gente se pone a pelear. ¿Es culpa de la gente que no entiende o del tono en el que hablan ellos? ¿Es el tono bélico que usan accidental o intencionado? Si el primero maneja este país como una hoguera, el segundo, que es la alternativa, debería intentar apagarla, no avivarla, de lo contrario no estaríamos cambiando mucho, tan solo reemplazando un generador de odio por otro.
Cuando Petro afirmó que el coronavirus había llegado en avión a los barrios ricos de Bogotá no estaba diciendo ninguna mentira, pero el punto no es lo que dijo, sino la forma como lo dijo. Él sabía lo que iba a causar con sus palabras y obtuvo lo que quiso: armar pelea y sacar provecho de ella. Él no es ningún pendejo, ni él ni ningún político de alto rango, y todo lo que haga tiene segundas y terceras intenciones, todo calculado así parezca espontáneo.
Por eso, cuando se dice que Petro y Uribe son la misma vaina no es por sus antecedentes o las investigaciones en su contra, sino por sus metodologías y el perfil de sus seguidores. Una de las peores cosas que le pueden pasar a la democracia es que el respeto por las ideas sea reemplazado por el culto ciego a un líder, y lo que estamos viviendo hoy es eso: una lucha de ególatras impulsada por ellos mismos y llevada a la práctica por sus seguidores como si fueran soldados de un ejército.
Hay quien dice que los seguidores no gobiernan, y puede ser cierto, pero vea usted cómo se ha aumentado el odio en Estados Unidos desde que Trump es presidente. Protegidos por las ideas de su líder, los ciudadanos se sienten con permiso para ejercer su racismo y xenofobia.
Los seguidores radicales están obsesionados con tener la razón, como si eso importara. Y no solo eso, sino que están convencidos de que la tienen, aseguran estar del lado correcto de la historia (¿qué diablos significa eso?) y que todo el que piensa distinto es un idiota, de ahí que se llamen entre ellos mamerto y paraco. Están tan cegados que acusan a Santos de comunista y a Claudia López, de fascista. Ven enemigos en todos lados, y quienes no encajen dentro de sus estereotipos son rojos, tibios o fachos ‘enclosetados’ y tienen la culpa de nuestros problemas.
¿Quién puede estar tan seguro de algo todo el tiempo? Y no solo en política, en lo que sea. Todos creemos ciegamente en algo, y cuando nos vamos a la esquina donde creemos tener la razón es cuando más perdidos estamos.
¿Ha visto que al final de los partidos de fútbol los jugadores que se enfrentaron a muerte durante noventa minutos se abrazan, se felicitan y se van al camerino como si nada, mientras los hinchas se siguen peleando en tribunas y calles? Pues eso es, los políticos pactan en secreto así en público posen de enemigos, al tiempo que los votantes se enfrascan en discusiones tan desgastantes como inútiles.
El electorado, en especial el más activo y radical, se jura crítico e ilustrado y al final tiene la inteligencia de un barrabrava.
Adolfo Zableh Durán
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