La vida no es otra cosa que sobrevivir a la tarde. En la mañana estás nuevo; te bañas, te cambias, haces tres vueltas y sale. Y las noches son más fáciles aún. Si has hecho las cosas bien por la mañana, están llenas de paz. En la noche todo calla y ya es hora de dormir de nuevo, por eso nuestra lucha es contra el aburrimiento vespertino. Las tardes vienen con un sopor difícil de explicar. No importa si eres niño y tu única preocupación es terminar un castillo de arena en la playa mientras tu madre te mira a lo lejos o eres un empleado que odia su trabajo y mira el reloj con insistencia a ver si es hora de irse, las tardes aburridas son nuestro enemigo y también nuestro mayor capital.
La gente habla de la angustia de los domingos, pero está equivocada. Con fútbol, películas y comida, es imposible odiarlos. No hablamos mucho en cambio de los sábados, un híbrido que no es ni festivo ni día hábil. Menos nos referimos a los viernes, cuando la angustia puede matarnos. Llega la tarde del viernes y mientras la mitad del mundo está excitada y con ganas de desfogarse, la otra se desespera porque no tiene plan. Los viernes en la tarde son el fin del mundo.
De niño quería que llegaran las vacaciones para no tener que estudiar, pero las odiaba porque eran la promesa de aburrirme durante un montón de tardes. Y no importaba si hacía sol y yo estaba en una piscina, la desgana me podía porque el calor del trópico y las piletas no garantizan nada. Entonces muchas veces me quedaba en casa jugando juegos de mesa, solo, después de almorzar. A veces yo mismo me derrotaba, pero casi siempre perdía. Eran insoportables, pero hoy daría todo por volver a vivir al menos una de ellas. Aunque apartes de tu vida hayan sido una mierda, el solo hecho de no tenerlos más te hace extrañarlos.
Y el hastío era mayor en aquellas tardes cuando mi madre me castigaba, que no eran muchas porque ella era más de dar correazos. Yo puedo soportar todas las tardes del mundo en soledad si es por libre elección, pero impuestas se me vuelven insufribles. En la universidad tampoco me fue mejor. Sexo, fiestas, paseos, se supone que es la parte más agitada de la vida, pero ser adolescente genera más angustia que una tarde de viernes. Recuerdo una tarde que llovió y yo salí a sentarme en un andén a mojarme porque no tenía mejor plan. Por entonces sentía, y lo siento aún, que no encajaba y que estaba rodeado de la gente equivocada. Familiares, parejas de turno, amigos y hasta compañeros de trabajo, los que valen la pena son los de los otros, los míos son una jartera. Mi vida puede también resumirse en habérmela pasado con las personas que no tocaba.
Ahora que soy independiente y me doy mala vida pasando cuentas de cobro, compenso con las siestas de tarde mientras veo partidos de fútbol. Yo renuncié a la vida de empleado para poder dormir después de almuerzo, que es el mejor antídoto contra las horas muertas de la tarde, que son todas. Para eso y para no tener que jugar al amigo secreto. Hay quien dice que madrugar es un pecado, yo insisto en que el mundo debería detenerse después de las dos de la tarde.
Alguna vez mi padre me dijo que él hubiera podido escribir mejor que yo. No lo dudo, la diferencia es que nunca lo llevó a cabo. Al final de su vida me decía que se aburría mucho, en especial después de almorzar. Yo lo oía, pero igual me iba a la calle a buscar plan para acabar con mi propio aburrimiento. Ya no lo hago porque buscar plan es una desgracia, desgasta más que buscar trabajo, además de que me hace sentir como un pensionado. Ahora escribo. Así no me paguen, lo seguiré haciendo hasta que muera porque es lo que me salva del hastío que va de las catorce a las dieciocho. En esta tarde de miércoles dormí media hora, vi Barcelona-Atlético y luego escribí esta columna. Las tardes es mejor mantenerlas a raya.
Adolfo Zableh Durán
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