Trump es una incógnita en estado puro. Vehemente como un vendaval que, de momento, nadie es capaz de detener. Como el dardo fino y envenenado de su lenguaje, arrogante e incisivo, grandilocuente y mordaz. No tiene límite, no se los han puesto. Tanto en lo interno como en lo exterior, en lo legal como en lo moral, en lo social como en lo económico, en lo medioambiental como en defensa y seguridad, todo apunta a una política de repliegue táctico. Eso sí, partiendo de la premisa de que Donald Trump tiene siquiera un concepto de lo político. Ni realismo ni idealismo, ‘trumpismo’, sin que nadie en verdad aventure a saber qué es.
A priori, ese repliegue significará un candado al intervencionismo liberal que jalonó la época de Clinton, también el multilateralismo belicoso de Bush y su unilateralismo exacerbado cuando le interesó. Pero si algo es demoledor, es la voladura de la herencia de Obama. Topará el nuevo señor del mundo con el muro de la realidad y el de un Congreso que no lo recibe, ni siquiera entre los propios, con alfombra y cortesía. Hacer política deshaciendo lo hecho por otros, no es la mejor de las recetas. Ni tampoco la llave que abre la puerta a la confianza. Al contrario, el recelo, el rencor, la ira, el péndulo, la improvisación, no son buenas consejeras. Ni en política, ni en seguridad, ni en lo económico y social. Dimensiones todas de una seguridad interior, pero también multidimensional y cooperativa en lo exterior.
La incógnita Trump abre paso a una etapa de enorme volatilidad, pero también de enfrentamiento y antagonismo en el escenario internacional. Un tren que está dispuesto a continuar a toda máquina y sin intención de desviarse, venga quien venga, y a detenerse solo cuando se le antoje, no es el mejor de los amigos. El tirano que todos llevamos dentro está despierto en la concepción particularísima y única de Trump. Su desprecio por muchas cosas, demasiadas, por ciertas prácticas, pero sobre todo, por el continuismo de ciertas líneas que no deben de bascular súbitamente en política y en la confianza con los aliados de siempre, hace que estas corran un grave riesgo de erosión, incluso de fractura.
Donald Trump es, se quiera o no, uno de los legados de Obama. El hartazgo de la ciudadanía, cansada de viejos prebostes, oligarquías y formas, y el populismo, esa sutil demagogia que atenaza mentes y criterios y los envuelve en una ebúrnea retahíla de simplismo y vacuidad, también han prendido en la sociedad norteamericana. El peligro surge cuando no hay un proyecto ni una claridad de acción y continuación, como se vislumbra, aparentemente, en estos primeros momentos.
El choque de trenes diplomático y en política exterior está brindado. En América Latina, su sempiterno patio trasero según Monroe, donde incluso amenaza con el tratado de libre comercio con México y Canadá; el absurdo desencuentro con la Unión Europea; la escalada retórica con China a propósito de Taiwán y la decidida apuesta por no hacer nada en el avispero de Oriente Medio, salvo ser pasivo observador mientras la industria militar surte a los países de la península arábiga, a Egipto y a Israel, amén de apostar por los hechos consumados.
En lo económico, el intervencionismo proteccionista no puede ser más acendrado, pero también más equívoco. Nada hay más cobarde que un millón de dólares, y las grandes empresas del sector automotor han desistido de sus inversiones en sus paraísos de deslocalización, por ahora en México, pero luego vendrán los demás. Este es un repliegue económico con miopía y holgura de populismo, pues producirán en suelo norteamericano, pero a costes mayores, y veremos si los subvenciona el gobierno federal o estatal. La amenaza y el chantaje surten efecto de momento.
Socialmente, Estados Unidos sigue fracturado por el tema de las minorías, pero también por el fenómeno migratorio que no pudo encarrilar, salvo con más de dos millones de deportaciones de su antecesor, y que Trump amenaza con incendiar. Dinamitar la reforma sanitaria, aunque débil en su implantación, saciará el apetito privado de no pocas empresas del sector y las farmacéuticas, pero será un debe muy grande en millones de norteamericanos que buscará ese desagravio. En un país con una tasa de desempleo del 4,7 %, el populismo y la demagogia no le harán crecer así como así. Por mucho que busque o compre mercados, imponga sus productos y empresas en el extranjero. El mundo cambia. Y el gigante chino no está dispuesto a callar o quedarse inerme. Europa debería reaccionar. Pero algo es claro, empieza el espectáculo que conducirá a un repliegue efectivo o a una presidencia de demagogia y desastre.
Abel Veiga