Querido Samuel:
El mundo no te conoció, no te abrigó, no acarició tu ternura ni tu inocencia de cristal. Viniste a la vida en medio de la miseria, el miedo, del terror, del sufrimiento. El desgarro y el horror de la brutalidad y la banalidad humana hicieron que tus padres buscaran un futuro mejor para ellos y para ti. Tu madre murió también en esa balsa de muerte y tráfico humano. No hemos visto tu cuerpecito inerme y frágil sobre la arena de una playa sin alma y sin latido. Días después de tu muerte, de tu tragedia, la tuya, la de Veronique —tu madre— y la de tantos y tantos que el mar ya ha arrebatado la vida, supimos que habías muerto.
Tu historia nos conmueve, nos hace brotar esas cínicas lágrimas de cocodrilo antes de que el olvido llegue. Como tú, en plenitud de inocencia y de vida, muchos niños han muerto. Hace catorce meses era Aylan, una imagen que dio la vuelta al mundo, allí tumbado sobre la arena de una playa turca como queriendo escuchar el latido de una tierra indiferente, que nos conmocionó. Tu muerte nos recuerda a todos el pecado de la indiferencia, del egoísmo, del silencio pasmoso de nuestras conciencias de papel y hojalata.
Dejaste atrás el Congo, el hambre, la miseria, y con ella el miedo de tus padres a que te sucediera algo. Con ellos, el sueño de una oportunidad, una esperanza, una vida mejor que lo que hasta ese momento habías tenido. Nunca quisiste ser un símbolo ni un ícono, palabras y conceptos que escapan a la infancia. La inocencia por excelencia, la bondad y el descubrimiento de un mundo que tú, sin embargo, conociste desde el primer minuto en su lado más terrible y angosto.
Con la historia de tu vida terminada en la orilla de la esperanza y la suavidad de las olas diurnas nos recuerdas la fragilidad y lo efímero que es todo. Pero no nos reprochas nada. Eres un niño, Samuel, que viniste a este mundo para hacer felices a los tuyos, y, sin saberlo ni pretenderlo, para ayudar a terminar el drama de la inmigración y el tráfico de personas que asola, desola y barbariza nuestras mentes, nuestras conciencias. Ese es tu sacrificio involuntario e inconsciente y que no sabías. Naciste para luchar frente a la oscuridad, el egoísmo y la indiferencia de los demás.
Cuando los años pasen, las armas se silencien y las cicatrices cautericen las heridas definitivamente, quizás tu historia sea recordada, quizás caiga en el olvido como la de otros tantos. Tu historia, tu tragedia y la de tu madre nos evocan un desamparo y una tristeza absoluta. Buscar una oportunidad. Recorrer miles de kilómetros con solo seis años de edad. Cruzar un mar bravo y sin alma. Y saber que has sido vencido, y la resaca de las olas de una sociedad egoísta, que ahora teme mencionarte para no dañarte.
Esta Europa a la que venías no ha tenido la culpa de esta tragedia, la tuya, la de tu mamá ni la de otros compatriotas. Pero siente y tiene ese sentimiento de culpa, de impotencia y rabia por no hacer, por no ayudar, por no luchar para evitar abusos, despotismos, autoritarismo, miserias, atropellos de derechos humanos en tu país y tantos otros de África.
La demás ya es una historia robada, la que la muerte robó a la vida en su lucha titánica y cobarde. La que hizo, sin embargo, que el mundo conociera tu desgarradora tragedia. Con ella hemos tomado conciencia de la de cientos de niños que huyen, que son traídos a esta rica y cínica Europa. La de los cientos de seres humanos que la mar se traga y a veces vomita. Y también que las guerras; ninguna es buena, no es limpia ni aséptica como nos hacen creer los videos y fotos de bombardeos y donde nunca hay cadáveres ni cuerpos destrozados.
Pequeño Samuel, con tu sacrificio inocente nos devuelves a la realidad de lo que somos, frágiles en cuerpo, frágiles en conciencia. Nos recuerdas la vaciedad y la superficialidad en que vivimos, nuestra socialización mezquina y de cartón piedra, y nuestro egoísmo e indiferencia que nos ahogan y ciegan.
Abel Veiga Copo