Tras el escándalo y los escarmientos por los gravísimos latrocinios perpetrados años atrás en el área metropolitana de la capital de la República, no parece que se hubieran contemplado defraudaciones de tanto monto y gravedad como las que comienzan a descubrirse a propósito de las actuaciones delictuosas de la firma brasilera Odebrecht, en connivencia con compatriotas estratégicamente situados en el sector público.
No faltará la tendencia a mirar para otro lado, como si de cosa común y corriente se tratara, al menos mientras se surten las investigaciones de rigor. Pero cuando se está frente a defraudaciones e ilícitos comprobados y aun confesados, mal se haría en optar por la indiferencia displicente. A este proceso multiforme, como a otros de su misma laya, es menester ponerle el ojo avizor de la opinión pública, sin perjuicio y más bien en apoyo de las indagaciones e investigaciones de las autoridades competentes.
En este caso, el velo pareció empezar a descorrerse en relación con el soborno o el cohecho del ex viceministro de Transporte Gabriel Ignacio García Morales para efectos de la obra de la Ruta del Sol y en relación con pagos menores y dispersos que la Fiscalía General de la Nación viene investigando. Con las manos en la masa se ha comprobado la acción subrepticia de la firma extranjera, así como la complicidad de colombianos a caza de dineros fáciles e ilegítimos.
La peste de la corrupción ronda por los más diversos flancos, aunque se estrelle con la integridad moral de funcionarios integérrimos y deba pagar a Colombia 11 millones de dólares, a título de indemnización por los daños materiales causados con sus sobornos. En el pasado no faltaron las irregularidades, pero tampoco su severa corrección. Ni más ni menos en la Administración de Impuestos Nacionales, severamente reprimida y extirpada.
Al cuadro histórico y tradicional vino a agregarse el de departamentos y municipios en virtud de la elección de gobernadores y alcaldes. Los más pesimistas sobre las implicaciones de esta reforma constitucional daban por descontado el caso de la capital de la República, por su misma jerarquía y presunta madurez. Fue, sin embargo, la primera en demostrar lo contrario y en asistir atónita a la perpetración de criminales objetivos.
Lo que no obsta para revisar el tema a la luz de frescas y dolorosas experiencias, en particular de las regiones más atrasadas, a las que urge dar fresco y vigoroso impulso. Por ejemplo, La Guajira o el Chocó. ¿Qué ganan y cuánto les cuesta su jerarquía actual y su facultad de elegir a quien deba gobernarlos, dando por segura su aptitud y acrisolada personalidad?
Tampoco cabe pensar que el origen de la autoridad garantiza sus atributos. Factores de otro orden pueden determinar los resultados en una determinada comarca. Por ejemplo, la categoría y facultad de elegir a sus gobernantes seccionales no han sido obstáculo para el florecimiento de los narcocultivos en el Catatumbo o en Tumaco, aquel tradicionalmente del departamento de Norte de Santander y este del departamento de Nariño, ambos con larga trayectoria institucional.
Los narcocultivos atentan de suyo contra la institucionalidad y el régimen de leyes, partiendo de la base de que nada puede legitimarlos y, a la luz de las leyes nacionales e internacionales, constituyen, en sí mismos, atentado inaceptable contra la salud de la humanidad. Tarea ardua para los gobernantes es ver de erradicarlos y, en lo posible, sustituirlos con sembradíos más compatibles con la salud humana. Como que conspiran contra sobre su sobrevivencia.
Por supuesto, este es factor más grave e inexcusable que el origen de la elección de gobernadores y alcaldes en cuanto lleva, en sí mismo, la solución y no depende de la opinión de un conglomerado humano. Su significación intrínseca, de ilicitud irreparable, define de entrada su suerte.
(Permítaseme una palabra conmovida de condolencia por el fallecimiento, en la ciudad de Bucaramanga, de mi hermana mayor, María Isabel Espinosa de Camargo, alma gemela en nuestra infancia, adolescencia y juventud).
Abdón Espinosa Valderrama