Ricardo Floríz tiene la tristeza y la esperanza pegadas en su rostro. Su piel tostada refleja sus horas de caminata bajo el sol desde que salió de Venezuela hace más de cinco meses. Como muchos, también caminó los bordes de las carreteras de Colombia con parte de su familia. A Colombia llegó con su esposa, tres hijos y dos nietos. Sus otros siete hijos están en otras ciudades del país y otros más se quedaron en Venezuela.
Su cara refleja mucha más edad de la que tiene porque, a pesar de su inspiradora calma, la preocupación lo acompaña constantemente. Sus ojos parecen siempre a punto del llanto y siempre a punto de la sonrisa.
Floríz es apenas una historia de las más de 500 que hubo en el desmontado campamento humanitario que la Alcaldía de Bogotá tuvo hasta el pasado 15 de enero en el occidente de la ciudad, y de las 83 que quedaron el día en que se cerró definitivamente.
Ese día, desde muy temprano, los migrantes se levantaron a recoger y guardar sus pertenencias. La noche anterior, según cuenta Floríz, había sido muy fría y por eso la gente estaba despierta desde la madrugada. Era la última noche con un “techo” seguro, incluso Ricardo no tuvo certeza de dónde pondría todas sus cosas si hasta unas horas antes de empezar el desmonte.
“Ese día, de verdad, me levanté muy triste, me sentí con ganas de llorar, como si tuviera una presión dentro de ti porque tú ves que te dicen: oye, ya no puedes estar más acá, se acabó todo. Sentí un momento de querer pegar un grito para dejar salir todo aquello que sentía”, relata Floríz.
La estadía en el campamento significó un alivio de 63 días para cientos de venezolanos que estaban acampando en condiciones muy precarias cerca de la terminal de El Salitre. También fue una medida provisional con la que la Alcaldía quiso remediar la invasión en esa parte de la capital, y una prueba sobre convivencia con los vecinos del sector que, parece, no se pasó con éxito.
Los enfrentamientos de los primeros días mermaron con el paso del tiempo, pero quienes pudieron visitar el campamento dan fe de que los gritos de los vecinos, generalmente en contra de los migrantes, eran más o menos constantes, especialmente cuando la prensa estaba presente.
No todos eran así. Floríz admite que algunos de sus vecinos temporales les dieron ropa, comida y juguetes para los niños. La temporada del campamento en esa zona de la ciudad incluyó la época decembrina y eso también ayudó a “ablandar corazones”, como lo dice Ricardo.
Mientras avanzaba el cierre del campamento, los venezolanos se apuraban para guardar todo lo que habían logrado recoger porque pensaban que no podrían llevárselo. El día anterior, 32 personas, entre ellas 11 niños, partieron rumbo a Cúcuta, algunos para residir en esa ciudad y otros para volver a Venezuela. Dada la poca capacidad del bus que los iba a transportar, algunos no pudieron llevar todas sus pertenencias. El miedo corrió rápido. Perderlas ya no es una opción.

Desmonte del refugio humanitario El Camino. En esta carpa vivió la familia Floría durante 63 días.
Rodrigo Sepúlveda
La historia de Ricardo es afortunada en medio de las calamidades que persiguen a Venezuela y a los ciudadanos de ese país que los dejan todo. Mery Suárez, una colombiana que conoció por los azares bonitos de la vida, le propuso darle posada en su casa en el barrio Bonanza de Bogotá.
La edificación es de tres pisos. Allí viven otros cuatro venezolanos y Mery y sus dos hijos. Una habitación pequeña con dos camas y una colchoneta será el nuevo hogar de los Floríz.
“Es una opción por lo menos. Es un comienzo. Estoy muy agradecido con ella porque de forma desinteresada me da lo que para mí significa todo. Qué Dios la bendiga en gran manera, nunca voy a tener cómo agradecerle esto”, afirma Ricardo.
La Secretaría de Integración Social les facilitó servicio de transporte, mudanza, bodegaje. Quienes no contaron con la suerte de Ricardo podrían dirigirse a albergues transitorios dispuestos por la Alcaldía mientras consiguen un sitio permanente o reanudan la búsqueda su destino.
Como en esos lugares solo pueden estar tres días, la entidad distrital indicó que se hará todo el seguimiento para que no haya situación de calle, especialmente en las personas más vulnerables.
Ricardo no tiene el Permiso Especial de Permanencia o PEP, el documento con el que gobierno permite estar de manera legal en Colombia un total de 90 días prorrogables hasta 2 años y con el que pueden acceder a educación o trabajo. Él entró en Colombia sin pasaporte y hace rato sobrepasó los días en que podía estar de manera regular en Colombia. Este tipo de migración también significa un reto para las autoridades.
¿Qué sigue ahora, Ricardo?
“Jumm, ¿qué sigue ahora? Ahora lo que sigue es caminar y caminar para conseguir trabajo. Echar pa’lante. No hay vuelta atrás”, responde.
CINDY A. MORALES
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