Lejos del azar o de la improvisación, la invasión rusa a Ucrania es una jugada calculada a sangre fría por un hombre que no sabe lo que son los escrúpulos ni se pone con miramientos a la hora de escoger sus objetivos ni de llevar a cabo sus planes. De hecho, la llegada del líder ruso a este punto es producto de un meticuloso proceso desarrollado en varias fases.
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La última de estas etapas comenzó el 7 de mayo de 2018, cuando Vladimir Vladimirovich Putin juró por cuarta vez como presidente de Rusia, para un nuevo período de 6 años, que concluye en 2024. Dos meses antes, el 18 de marzo, el líder ruso había ganado unas polémicas elecciones, en las cuales obtuvo el 76,6% de los votos, en una jornada en la cual participó el 67% de los ciudadanos.
Putin ya había ocupado la presidencia tres veces: entre 2000 y 2004; entre 2004 y 2008, y entre 2012 y 2018. Anteriormente, los períodos presidenciales eran de cuatro años, pero gracias al cambio de ‘un articulito’, promovido por Dmitri Medvédev –quien le guardó el puesto a Putin entre 2008 y 2012–, los mandatos presidenciales tienen una duración de seis años.
En esta ocasión, la ceremonia de investidura fue menos estrafalaria que en anteriores oportunidades, pero no estuvo exenta de boato. Al acto asistieron unos 6,000 invitados, entre los que había ministros de su anterior gabinete, diputados y senadores, miembros del cuerpo diplomático, autoridades civiles, eclesiásticas y militares, entre otras personalidades.
Una de las cosas más curiosas de la ceremonia era ver al mandatario solo en todo momento. No iba con escoltas, asistentes, ayudantes, consejeros, ministros, nada; ninguna persona lo acompañaba. Tampoco lo acompañaba nadie de su familia. Hay que recordar que Putin –nacido en San Petersburgo, en 1952– tiene dos hijas y se divorció en 2013 de su esposa, Ludmila, con quien se había casado en 1983.
Al comienzo vivieron en Alemania, donde él estaba al servicio de la KGB –la agencia de inteligencia rusa–, y tras la caída del Muro regresaron a Rusia, donde el dirigente empezó a escalar posiciones hasta convertirse en el número uno del régimen.
En una pomposa travesía iniciada en su despacho, y luego de recorrer largos tramos a pie e incluso en limusina, el mandatario llegó al sitio de la ceremonia, la sala de San Andrés, recinto que estaba adornado con una bandera de la Federación Rusa, que ondeaba en una pantalla gigante. Allí lo esperaban los presidentes de las dos cámaras del congreso y el presidente del Tribunal Constitucional, quien le tomó el juramento. Putin se dirigió al atril, donde juró su cargo con la mano derecha puesta sobre un ejemplar de lujo de la constitución, tras lo cual el auditorio estalló en aplausos que se confundían con las notas del himno nacional.
Finalizado el himno, Putin pronunció un discurso de 12 minutos, en el cual se comprometió con sus compatriotas a trabajar por la democracia y la prosperidad de su pueblo. Sin sonrojarse, el flamante presidente dijo además que “el desarrollo de Rusia debe basarse en una sociedad libre y democrática”, declaraciones poco creíbles de un dirigente que persigue sin tregua a los políticos de la oposición y a los medios críticos de su gestión. En vísperas de esa ceremonia, por ejemplo, la policía arrestó a más de 1,500 manifestantes que protestaban contra la nueva posesión presidencial.
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Al final del evento, mientras al fondo se escuchaban todavía algunas de las 30 salvas de cañón con las cuales las tropas saludaban el inicio de su nuevo mandato, Putin saludó a algunos invitados especiales, como el excanciller alemán Gerhard Schröder, amigo de vieja data del presidente. Entre los asistentes llamaba la atención el actor norteamericano Steven Seagal, gran admirador de Putin, quien le otorgó la nacionalidad rusa en 2016.
Luego, el presidente se dirigió a la llamada Plaza de las Catedrales, donde presidió una ceremonia militar y recibió los honores correspondientes a su condición de comandante supremo de las fuerzas armadas de la Federación Rusa.
Así empezó su nuevo período presidencial, al final del cual, en 2024, quedará a la par con Leonid Brehznev, quien, como secretario general del Partido Comunista, llevó las riendas de la Unión Soviética desde 1964 hasta 1982, cuando falleció, convertido en un dinosaurio político, que sumió a su país en un profundo estancamiento político y social, pese a su expansión militar.
No obstante, si al tiempo que Putin ha estado como presidente se suman los cuatro años que fungió como primer ministro –entre 2008 y 2012– mientras su hombre de confianza Dmitri Medvedev se desempeñaba como presidente de bolsillo, este antiguo agente de la KGB superaría con creces al anquilosado Brezhnev, pues completaría nada menos que 22 años de omnipresencia en la vida de los rusos. No contento con esto, el año pasado Putin firmó una ley que le permite presentarse a la reelección por dos períodos más, por lo cual podría seguir en el poder hasta el año 2036.
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Desde su ascenso inicial al poder en el año 2000, Putin se ha convertido en un jugador de peso de la política global y ha recuperado, en buena medida, la influencia de Rusia en el ajedrez geopolítico internacional, dominado de manera casi exclusiva por Estados Unidos desde 1991, tras la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Las incursiones de Rusia en diferentes zonas de conflicto en Europa Oriental, Asia y Oriente Medio han sido parte de un plan con el cual Putin ha tratado de recuperar para su país el papel protagónico que en su momento tuvo la potencia comunista, antes de la caída de la Cortina de Hierro.
Putin no ha ocultado su deseo de ser visto, y tratado, como un interlocutor legítimo no sólo por Estados Unidos sino por los líderes de la Unión Europea, con los cuales mantiene una relación que se caracteriza más por la frialdad que por la cordialidad, debido, entre otras cosas, a su negativa a permitir la expansión de la OTAN, con la inclusión de países de la extinta Unión Soviética. Esta es una de las líneas rojas que ha trazado en su agenda internacional.
Hasta ahora, y a primera vista, la política exterior rusa le estaba dando resultados. En estos años ha sido habitual ver a Putin reunido en el Kremlin o en el extranjero con dignatarios de diversas partes del mundo que, por convicción o pragmatismo, han establecido lazos de cooperación y abierto canales de comunicación que sin duda son seguidos de reojo por Estados Unidos.
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“Putin pronunció un discurso de 12 minutos, en el cual se comprometió con sus compatriotas a trabajar por la democracia y la prosperidad de su pueblo”.
Y, para lograr su cometido, realiza alianzas, firma acuerdos de cooperación y sostiene encuentros con personajes de las más diversas tendencias políticas.
Para la muestra, están el líder chino Xi Jinping, el presidente de Turquía, Recep Tayyin Erdogan o el antiguo mandatario iraní, Hasán Rohaní, cuyos regímenes no se caracterizan propiamente por el apego a los principios democráticos.
En este punto, vale la pena anotar que, contrario a lo que muchos creen por estas latitudes, el régimen ruso no tiene nada que ver con el comunismo, pues a Putin no lo mueve la doctrina, sino una ambición de poder, en la cual se confunden el nacionalismo y el imperialismo.
De hecho, el partido Comunista ruso es la principal fuerza de oposición en ese país, cuestión que resulta paradójica al ver la cercanía de Putin con regímenes de izquierda de nuestro vecindario, como Cuba, Nicaragua o Argentina, cuyos presidentes le rinden pleitesía.
Pero ellos no son los únicos. En un truculento juego de pragmatismo –o de cinismo, vaya uno a saber– Nicolás Maduro y Jair Bolsonaro, pese a ser como el agua y el aceite, sienten la misma devoción por el presidente ruso, que no tiene inconveniente en reunirse con uno y otro, sin detenerse en minucias ideológicas.
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Luego de la anexión de la península de Crimea, en 2014, y antes de la actual crisis, Putin ya le había medido el aceite a la comunidad internacional en Siria, a cuyo presidente, Bashar Al Assad, ha ayudado a sostener política y militarmente, desatendiendo las objeciones y los reclamos de Naciones Unidas, y de las grandes potencias, así como lo hizo en las jornadas previas a los ataques contra Ucrania.
En días recientes, Putin habló en persona con el presidente de Francia, Emmanuel Macron, y con el canciller alemán, Olaf Scholz, quienes viajaron a Moscú a tratar de disuadirlo de su agresión a Ucrania. De igual manera, se comunicó por teleconferencia con el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, y otros dirigentes internacionales, y a todos les doró la píldora, afirmando que la guerra no estaba entre sus planes.
Sin embargo, mientras se llevaban a cabo estos encuentros personales y virtuales, y al mismo tiempo que el ministro de Relaciones Exteriores de Rusia, Sergei Lavrov, desmentía los cada vez más persistentes rumores de una posible acción bélica, los satélites enviaban imágenes del movimiento de las tropas de ese país, que contradecían las afirmaciones del Kremlin.
El repunte de Putin en el mapa mundial se debe en buena parte a la errática diplomacia de Donald Trump, que, sumada a la pasividad de Biden y a la excesiva cautela de Europa, ha dejado un resquicio que el ruso ha sabido aprovechar, con el ya inocultable propósito de “aumentar la fuerza, la prosperidad y la gloria de Rusia”, tal y como se lo prometió a sus patriotas en su cuarta posesión.
Vista en retrospectiva, la pomposa ceremonia –en la que el Kremlin no descuidó ningún detalle–, más que un derroche, fue un acto lleno de simbolismos, un mensaje de poderío de un país que, de la mano de hierro de su presidente, quiere recuperar la grandeza. Y para lograrlo Putin no se pone con delicadezas. El mundo es testigo.
VLADDO
PARA EL TIEMPO