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El drama de las niñas novias de Pakistán

Se estima que alrededor de 51 millones de menores están casadas en el mundo.

ADRIANA CARRANCA
Con solo 12 años, Nazia vive esperando lo peor. Mientras cruza la entrada del humilde recinto que sus padres comparten con otras dos familias en el área pashtun, al noroeste de Pakistán, su cuerpo pequeño y frágil tiembla involuntariamente. Aprendió a temprana edad a no confiar en nadie.
Nazia tenía solo cinco años cuando su padre la casó con un hombre mucho mayor, un extraño, a modo de compensación por el asesinato que un tío suyo había cometido. La decisión de entregar a la menor como pago –junto con dos cabras y un pedazo de tierra– la tomó una jirga, es decir, una asamblea local de ancianos que constituye el sistema de justicia en gran parte de las áreas tribales de Pakistán y Afganistán, donde las cortes convencionales no cuentan con la confianza de nadie o simplemente no existen.
“Una noche llegó un hombre y me tomó de la mano”, cuenta Nazia.
Era demasiado pequeña para entender lo que estaba sucediendo cuando el hombre la arrastró hacia la oscuridad. Pero al haber nacido en una tierra donde las mujeres no pueden ser vistas por extraños, sabía lo suficiente como para darse cuenta de que algo estaba mal.
“Me resistí, grité y traté de aferrarme al marco de la puerta”, recuerda.
La pequeña fue llevada ante la jirga, fue exhibida como una mercancía frente al círculo de hombres y examinada por el futuro marido, a quien se le permitió decidir si era lo suficientemente buena como para ser su esposa. Nazia recuerda que los hombres hacían notar sus profundos ojos oscuros, su cabello largo, negro; la humillación de esa escena está tan marcada en su memoria que apenas logra terminar la frase se pone a llorar.
Los hombres de su familia alegaron, sin éxito, que ella era demasiado niña para ser dada en matrimonio. Pero en una inesperada decisión, la jirga acordó que no se entregara a la menor de inmediato. El exigente marido tendría que esperar. Hoy, incluso cuando está rodeada solo de las mujeres de la casa, Nazia usa un chador negro largo, como si temiera que algún intruso pudiera entrar por esa puerta de nuevo. Le pregunto si sabe lo linda que es, pero eso solo empeora las cosas. Nazia tiene miedo a ser linda, porque eso implica que ese hombre que la espera la va a desear. Le tiene terror a crecer. Sus padres han podido posponer su destino, pero no podrán hacerlo por mucho más, de ninguna manera más allá de cuando cumpla 14 años. A esa edad, la mayoría de las niñas novias ya están embarazadas.
Pequeñas como Nazia son entregadas como compensación para resolver disputas tribales –una costumbre que se conoce como swara en pasthun– y ellas siempre representan el enemigo para la familia “deshonrada”, un símbolo de su desgracia. De acuerdo con la tradición, la compensación pone fin a la disputa y permite la reconciliación de las dos familias beligerantes. En la práctica, sin embargo, el matrimonio es solo una forma de venganza. Las niñas swara llegan a ser el blanco de toda la ira y odio en su nuevo hogar. A menudo son mordidas, torturadas emocionalmente y a veces violadas por otros hombres de la familia. Se las hace sufrir por un delito que ellas no cometieron.
“Me apuntan con el dedo en las calles y me dicen ‘la niña swara’; se burlan de mí”, dice Nazia en un murmullo.
“Es muy doloroso y no lo entiendo... Me duele y me molesta. ¡Estoy harta de esta sensación! ¡Tengo miedo todo el tiempo! Preferiría no salir nunca de la casa. La gente me da miedo, toda la gente. No confío en nadie”.
Una niña cada tres segundos
A pesar de ser ilegal, la costumbre de casar a las niñas de manera forzosa para resolver disputas familiares y tribales se da a una escala alarmante en todas las provincias de Pakistán. En ese país se reportaron al menos 180 casos de swara el año pasado –un día de por medio– gracias al trabajo de periodistas y activistas locales. Pero hay cientos, quizás miles, de casos indocumentados. En todo el mundo, se estima que alrededor de 51 millones de niñas menores de 18 años están casadas, de acuerdo con el Centro Internacional para el Estudio de la Mujer (ICRW).
Diez millones más de niñas menores se casan cada año; una cada tres segundos, según el ICRW. La edad legal para casarse en Pakistán es de 18 años para los hombres y 16 para las mujeres, aunque ellas no pueden conducir, votar o abrir una cuenta bancaria hasta la adultez. Según Unicef, el 70 por ciento de las niñas de Pakistán se casan antes de esa edad.
Mohammad Ayub es un psiquiatra de Lahore que estudió en Gran Bretaña. Hoy está a cargo del Hospital Clínico Saidu Sharif, en el valle de Swat, un área que captó la atención de la opinión pública internacional cuando terroristas intentaron matar a Malala Yousafzai, de 15 años, debido a su lucha por promover la educación de las niñas.
Muchas niñas novias llegan donde Ayub con dolores severos, a veces con ceguera o paralizadas. Son los efectos de una condición psiquiátrica que se conoce como trastorno de conversión, prácticamente desconocido en Occidente desde principios del siglo XX. Según Ayub, esta patología ha alcanzado proporciones epidémicas en las áreas tribales de Pakistán y Afganistán. Es una especie de estrés psicológico que se manifiesta en dolencias físicas, las que incluyen convulsiones, parálisis o ataques.
“Aquí las mujeres no tienen voz, en especial las niñas –explica Ayub–. Ellas no pueden decir: ‘No, no quiero este matrimonio’, así que se guardan todo y con el tiempo eso sale en la forma de una dolencia física. Recibimos un sinnúmero de mujeres aquí, tres a cuatro casos con los mismos síntomas todos los días solo en mi clínica. Niñas de 13, 14 años, todas casadas.
La edad promedio de las niñas swara es de cinco a nueve años.
Mahnun tenía ocho años cuando una jirga decidió que debía ser entregada como una swara; su hermana mayor, en ese entonces de 10 años, ya había sido prometida a un primo. El caso de Mahnun fue inusual porque su padre no aceptó la sentencia. Le suplicó a la jirga, le ofreció dar todo lo que tenía a cambio de su hija. Pero la familia agraviada dijo que solo aceptaría a la pequeña y la jirga consintió. Entonces la familia reunió un poco de ropa, algunos utensilios y escapó en medio de la oscuridad. Vive ahora en una pieza muy pobre de un recinto en ruinas que comparte con otras familias.
La familia de Mahnun todavía se muestra cautelosa con quienes la rodean:
“En esta nueva aldea no le hemos contado a nadie que Mahnun es una swara. Si supieran, no nos dejarían con vida”, asegura la madre.
Desobedecer una decisión de la jirga y escapar es considerado un acto de traición por el cual una familia no es perdonada.
“Cada día vivimos atemorizados. ¿Qué pasa si nos encuentran?”.
Tierra de nadie
Las historias de Nazia y Mahnun plantean un problema fundamental para Pakistán: ¿Por qué las familias no buscan justicia en las cortes tradicionales? Parte de la respuesta es la tradición; específicamente reglas preislámicas, no escritas, que conforman un código de honor en las sociedades pashtun.
El padre de Nazia no cometió ningún crimen, pero no denunció a su hermano ante la jirga o la familia que exigía a su hija. En circunstancias “normales”, el padre de Mahnun, un hombre con educación, podría haber acudido a los tribunales cuando su vecino trató de robar parte de sus tierras. En vez de hacerlo, lo mató.
“Hay algo sobre los pashtuns que hay que considerar, y eso es el peso del honor”, señala Fazal Khaliq, un periodista y activista paquistaní que está trabajando para revelar los casos de swara y denunciar a los responsables.
“Ellos se matan por asuntos menores. ¡Por el bien del honor!”.
El padre de Mahnun era un agricultor hasta que un recién llegado levantó una cerca de alambre de púas dentro de su propiedad. Tuvieron una pelea. Días después, el hombre corrió la cerca incluso más adentro.
“Lo peor era que la gente de la aldea venía y me molestaba –cuenta hoy, con voz estremecida–. Decían que yo no era lo suficientemente valiente, insinuaban que si no buscaba venganza, ese hombre podría incluso tomar a mi esposa. Así que la siguiente vez que invadió mi tierra, le disparé”.
El poder del código de honor pashtun, no obstante, es solo parte de la historia. Durante los días del imperio británico, los gobernantes coloniales de la región otorgaban títulos de nobleza a los líderes tribales poderosos, conocidos como maliks, a cambio de su lealtad; todos los asuntos locales se traspasaban a las jirgas. Para hacer frente a cualquier rebelión de los pashtuns incivilizados, los británicos establecieron una serie de leyes –las Regulaciones de Delitos Fronterizos– que privaban a los habitantes de representación legal en el sistema de justicia tradicional. Al menor signo de rebelión, los británicos podían arrestar a los sospechosos sin ningún juicio, y a veces arrestaban tribus completas.
Fue solo en el 2011 cuando el presidente Asif Ali Zardari firmó las enmiendas de las regulaciones, que ahora otorgan a los habitantes de las áreas tribales el derecho a apelar las decisiones que hayan tomado agentes políticos locales. Las enmiendas también prohíben el castigo colectivo y el arresto de niños menores de 16 años por delitos cometidos por otros. Pero a pesar de esas reformas se han visto pocos cambios en el terreno.
Las fallas en el sistema judicial, lento y caro, también hacen que los habitantes opten por las jirgas.
Sin cabida para las mujeres
En diciembre del 2012 crucé desde Islamabad hasta el centro de las tierras pashtun, al valle de Swat. Alguna vez destino turístico para la burguesía paquistaní e incluso los monarcas británicos, ese valle estuvo bajo el dominio de una facción de los talibanes paquistaníes del 2007 al 2009. Los radicales bombardearon escuelas, prohibieron la educación de las niñas y llevaron a cabo ejecuciones públicas. Después de una ofensiva que dejó miles de muertos y produjo un éxodo masivo, el ejército con el tiempo recuperó el control de la región. Pero los terroristas siguen llevando a cabo ataques, como aquel a tiros contra Malala.
En el valle, apenas vimos algunas mujeres en las calles. Las pocas que había usaban burkas y estaban acompañadas de hombres. En Mingora, la capital del distrito de Swat, se permiten mujeres solo en los mercados por unas horas cada día, e incluso así una mayoría de hombres no deja que sus esposas vayan. Las que pueden ir a los mercados compran para luego venderles productos a otras en bazares improvisados en sus casas.
En mi viaje de vuelta de Swat, me detuve en Peshawar para conocer a Samar Minallah, una antropóloga y premiada cineasta que lleva años trabajando con mujeres pashtun.
Peshawar fue el cuartel general de la insurgencia afgana contra los soviéticos en la década de los 80, y los talibanes regresaron rápidamente a ese lugar después de la invasión a Afganistán que encabezó EE. UU. en el 2001.
Actualmente, Peshawar está sitiada. Los vestigios de la ciudad antigua están ocultos detrás de sacos de arena y espirales de alambre de púa, mientras soldados protegen sus antiguas avenidas. Finalmente, llegamos al Edwardes College, que fue fundado en 1900 por misioneros cristianos y ha sobrevivido en los últimos años gracias a una fuerte presencia de guardias de seguridad.
Para mi sorpresa, apareció una estudiante adolescente con uniforme verde y chador blanco para guiarme. Hasta el 2007, el Edwardes College no admitió mujeres. Hoy, 305 niñas están matriculadas junto con más de 2.000 niños. Aunque todavía son una minoría en el salón de clases, ellas son las privilegiadas; dos tercios de las niñas de Khyber Pakhtunkhwa –que significa ‘el área de los pashtun’– son analfabetas. Entré a un gimnasio repleto, donde alrededor de 100 adolescentes, de ambos sexos, esperaban una conferencia de Minallah sobre la costumbre de la swara.
“La educación por sí sola no puede detener la violencia contra las mujeres, porque hay muchos parlamentarios instruidos que tienen un lugar en las jirgas tribales y son los únicos que deciden sobre la entrega de estas niñas. Para detener esto tenemos que cambiar de mentalidad. Ustedes son los únicos que pueden hacerlo”, dijo Minallah. Luego miró a los niños: “Especialmente ustedes”.
Originaria de un clan pashtun de Peshawar, Minallah tuvo la suerte de tener un padre liberal, pro mujer.
En el gimnasio, una niña de 14 años, a la que, por el velo, solo se le veían los ojos, se dirigió a sus compañeros hombres: “¿No se dan cuenta de que ustedes son los únicos que ocupan un lugar en la jirga? ¡Dejen de hablar y hagan algo!”. Ellos aplaudieron. La niña continuó contándole a la audiencia su lucha diaria por ir a la escuela, puesto que tenía que desafiar la voluntad de su padre y de sus hermanos.
“Estas son niñas muy valientes –me susurró Minallah–. Solo asistir a la escuela y usar uniforme en las calles es muy peligroso para ellas”.
Minallah apenas supo que existía la swara en el 2003, cuando conoció a una madre que le contó sobre la entrega de una hija de 11 años en un matrimonio forzado. Tomó la decisión de que el país debía enterarse de todo. Su primer documental premiado, Swara: A Bridge Over Troubled Water (Swara, un puente sobre agua turbulenta), mostraba a esa madre y su hija. El filme se abrió paso hasta los niveles más altos del sistema político. En el 2004, el Parlamento paquistaní aprobó una enmienda del código penal que establece que la swara es un delito y que el castigo por aplicarla puede llegar hasta los 10 años de cárcel. Desde entonces, los tribunales locales han impedido alrededor de 60 decisiones que habían tomado las jirgas, aunque en una mayoría de las áreas tribales todavía no se aplica la ley.
Minallah cuenta con una red de periodistas y activistas locales, como Khaliq, para que le informen sobre los casos de swara. También de unos pocos policías locales.
Llegamos a Mardan, en las afueras del valle de Peshawar, un área agrícola sumamente fértil.
Rafaqat, una mujer bajita con la piel ajada por el sol, ha dedicado su vida a eliminar la swara en el área. En 1998, el sobrino adolescente de Rafaqat se enamoró de una niña que ya había sido prometida a otra persona. Él sabía que su amor era prohibido, de modo que se escapó con la niña. Para compensar la pérdida familiar, la jirga decidió que se debería entregar a la hermana menor del joven, sobrina de Rafaqat, como una swara. Tenía 11 años.
Rafaqat nunca la volvió a ver. Logró mantenerse informada sobre su sobrina, así que supo cuando la menor quedó embarazada. Cuando llegó el momento del parto, su nueva familia se negó a llevarla al hospital. A los 14 años, la niña swara dio a luz a un niño, pero murió en el parto.
“Ellos no fueron a su funeral. Nunca le dieron las condolencias a nuestra familia. Lo único que dijeron fue: ‘Tuvimos nuestra badal (venganza)’ ”, afirma.
Porque es una mujer de edad, Rafaqat puede caminar libremente por las calles, su velo roto apenas cubre su larga cabellera gris. Como es muy conocida en la aldea, las madres se contactan con ella en secreto para informarle de casos de swara. Cuando recibe un llamado, inmediatamente se lo comunica a Minallah. En un caso, la antropóloga llegó hasta la jirga antes de que empezara. Debidamente cubierta, entró con un ejemplar del Corán.
“Estoy segura de que ustedes saben que el Corán dice que es antiislámico dar a las niñas como compensación”, les dijo.
Una hora y media más tarde, la jirga anunció que no tomaría a la niña.
“Ese fue un día muy feliz para mí. Algunos ancianos tribales no saben, son analfabetos. Si tú les dices y ven que están encarcelando a personas por eso, lo piensan dos veces”.
Camino de vuelta a Islamabad, la ruta está llena de los tradicionales y coloridos camiones paquistaníes. Algunas mujeres caminan vestidas con burkas monocromáticas por el costado del camino; otras usan un chador. Me causa curiosidad que algunas tengan manchas rojas en la tela.
“Representan la sangre de mujeres de sus familias que fueron asesinadas en homicidios por honor. Es una protesta silenciosa”, explica Minallah.
Puede que Mardan sea conocida como la ciudad de los hombres valientes, pero es también un lugar de mujeres valientes. Le pregunto a Minallah si ha recibido algunas amenazas: “¡Oh, muchas!”, responde.
Minutos más tarde recibe una llamada. La línea se va debilitando, pero puede escuchar lo suficiente como para entender que un exiliado paquistaní está llamando desde Praga para informarle sobre una jirga que se va a reunir en su aldea natal en algunos días, para decidir sobre niñas swara.
Otro caso para Minallah.
“Aún es una tradición –dice–. Pero creo que la gente está empezando a darse cuenta de que en realidad no es más que un delito”.
ADRIANA CARRANCA
Foreign Policy© 2013
Traducción de la revista ‘Ya’, del diario ‘El Mercurio’, de Chile.
ADRIANA CARRANCA
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