Siete años después de que la Primavera Árabe desató una ola de fervor revolucionario en gran parte de Oriente Próximo y el norte de África, Arabia Saudí finalmente está poniéndose al día, claro que a su manera. Una generación más joven está exigiendo que el reino archiconservador se modernice, y no está siendo liderada por revolucionarios en las calles, sino por Mohammed bin Salman (MBS), el príncipe de la corona y aparente heredero del país, de 32 años.
En términos de población y geografía, Arabia Saudí es uno de los países árabes más grandes, y su impactante riqueza petrolera lo ha convertido en un socio estratégico indispensable para Occidente, y particularmente para Estados Unidos. Pero, por tratarse de un país atrapado entre la Edad Media islámica y la modernidad occidental, siempre ha soportado contradicciones extremas.
Junto a una infraestructura de última generación y centros comerciales al estilo estadounidense, Arabia Saudí alberga a una sociedad tribal antioccidental, gobernada por una familia, la Casa de Saúd, como una monarquía obsoleta desde la fundación del país en 1932. Sus códigos morales y legales parecen medievales vistos desde afuera. Y adhiere a la versión reaccionaria extrema del islam conocida como wahabismo, una doctrina salafista en la que abrevan muchos de los grupos islamistas más radicales de hoy.
A la luz de la caída a largo plazo de los precios del petróleo y la necesidad de ofrecer educación y empleo a una población joven en rápido crecimiento –que de otra manera podría inclinarse por el extremismo– el rey Salman y MBS aparentemente han llegado a la conclusión de que el país necesita modernizarse. Para evitar una caída lenta, o inclusive una eventual desintegración, están tomando medidas para abrir el país, no solo económicamente sino también social y culturalmente.
Este mes, MBS –que parece haber estudiado la consolidación en el poder del presidente chino, Xi Jinping– ordenó lo que el gobierno saudí describió como una purga anticorrupción. Decenas de príncipes de alto nivel, ministros y empresarios ya han sido arrestados y sus cuentas han sido congeladas. La purga se produjo no mucho después de un anuncio de que a las mujeres sauditas ya no se les podrá prohibir conducir vehículos o asistir a eventos deportivos.
Pero, no olvidemos, el último gobernante autocrático en Oriente Próximo que intentó puentear al clérigo islámico de su país y llevar adelante una revolución desde arriba hacia abajo fue el sha de Persia, Mohammad Reza Pahlevi. Y él y su Revolución Blanca terminaron siendo arrasadas por la Revolución Islámica de Irán en 1979.
Es de esperar que a la revolución de MBS le vaya mejor. Si fracasa, los salafistas radicales que asumirán el poder en Riad harán que los mulás iraníes parezcan liberales. Por el contrario, si se logra modernizar el principal bastión del islam reaccionario, estarán sentadas las bases para que otros países del mundo islámico hagan lo mismo.
Como parte de su agenda, MBS también ha lanzado una nueva política exterior agresiva, particularmente hacia Irán. Los modernizadores que rodean a MBS saben que el éxito de la revolución exigirá quebrar el poder del wahabismo reemplazándolo con un nacionalismo saudí. Y, para lograrlo, necesitan un enemigo convincente. El Irán chií, con el cual el reino compite por la hegemonía regional, es el complemento ideal.
Estas consideraciones domésticas ayudan a explicar por qué Arabia Saudita escaló las tensiones con Irán en los últimos meses. Aunque desde la perspectiva de saudí solo se esté recogiendo el guante que Irán ya les lanzó al interferir en Irak, Siria, Líbano, Baréin, Catar, Yemen y otros países.
Hasta ahora, la batalla por la hegemonía regional entre Arabia Saudita e Irán se ha limitado a guerras indirectas con consecuencias humanitarias desastrosas. Ningún bando, al parecer, quiere un conflicto militar directo. Pero ese resultado no se puede descartar. En Oriente Próximo hay una guerra fría que puede calentarse rápidamente.
Horas antes de que MBS lanzara su purga anticorrupción: el primer ministro libanés, Saad Hariri, anunció su renuncia al cargo estando de visita en Riad. Según Hariri, Hezbolá, el grupo chií alineado con Irán, y con el cual su gobierno tenía una relación de reparto de poder, había hecho imposible gobernar el Líbano. ¿Estaba actuando bajo presión saudita y, de ser así, con qué objetivo?
Poco después del anuncio de Hariri, las fuerzas militares saudíes interceptaron un misil que los rebeldes hutíes en Yemen (respaldados por Irán) habían disparado contra Riad. Arabia Saudita calificó el hecho como un ‘acto de guerra’ iraní.
Esta oleada de acontecimientos inusuales en tan poco tiempo no puede ser una coincidencia. El interrogante ahora es si la guerra civil regresará al Líbano, y si Arabia Saudí intentará involucrar a Israel y a Estados Unidos en una confrontación con Hezbolá para hacer presión contra Irán.
Los saudíes carecen del poder para hacerlo por su cuenta. En los últimos años han sufrido derrotas importantes en la lucha regional por la hegemonía: la minoría sunita fue derrocada del poder en Irak y el régimen de Bashar al-Assad, respaldado por Irán, ha logrado mantenerse en el poder en Siria. MBS puede estar buscando maneras de compensar estas derrotas, en el Líbano, o en otra parte.
La revolución desde arriba de Arabia Saudita es una empresa de alto riesgo. Si bien no puede permitirse que fracase, dadas las consecuencias que traería, es probable que su éxito esté acompañado de un incremento dramático de las tensiones regionales y la posibilidad de una guerra.
JOSCHKA FISCHER
Exministro de Asuntos Exteriores de Alemania y líder del partido Verde alemán.
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Berlín