José Eduardo Cardozo, abogado de Dilma Rousseff, afirmó que el juicio contra su defendida era producto de una “conspiración” y que con ello se buscaba una “sentencia de muerte política” para la única presidenta que ha tenido Brasil. Lo romántico de la alusión, reveló una profunda ingenuidad respecto al propósito de investigación: sacar a la presidenta.
Tampoco quienes apoyan a la presidenta destituida revelan una dosis adecuada de realismo político. Algunos apelan al tribunal de la historia para exculpar a la mandataria con la frase castrista de que “la historia la absolverá”. Otros se afilian a las teorías de la conspiración para develar una supuesta orquesta política de la ultraderecha latinoamericana para “recomponer” el mapa político de la región. Incluso, el diario progresista The Guardian redujo el juicio a una rabieta machista del senado brasileño. Todo indica que hay causa común para exculpar a Dilma y que la ciudadanía es una espectadora de oficio.
A pesar del peso político y mediático que puedan representar estos espaldarazos, la exculpación de Rousseff es inconveniente. Primero, porque se trivializa la participación ciudadana que presionó, a más no poder, la apertura del juicio y la recopilación del acervo probatorio. Las movilizaciones, los bloqueos, los intentos de boicot al Mundial del 2014 y a los Juegos Olímpicos revelaron que el reclamo trascendía del simple maquillaje de las cuentas públicas por la que acusan a la presidenta. Es decir, la exigencia de mayores niveles de decencia en los asuntos presupuestales no podía reducirse a un inveterado machismo en la política brasileña, a conspiraciones de cóndores neoliberales o a tribunales históricos cuyas sentencias se difuminan con los años. Esos apoyos pueden ser poderosos y válidos hasta cierto punto, pero lo evidente es que remarcan una actitud de solapamiento.
Porque parece que los juicios de los simpatizantes de Rousseff se fundan más en el terreno de la infalibilidad ideológica que en la evaluación de la legitimidad del accionar político. Los electores, los medios de comunicación e intelectuales que se tapan el ojo izquierdo para leer la coyuntura brasileña, no solo le están haciendo un flaco favor al debate político sino que desvirtúan el fortalecimiento institucional que ha emprendido la ciudadanía en un país que lejos está de ser un modelo de participación y democracia.
La misma figura de Dilma, su tono mesiánico y victimista demuestran que a las figuras de la izquierda, no solo latina, se les mide por su retórica y no por las responsabilidades políticas y penales de sus gestiones. Es decir, lo válido es la fidelidad al discurso socialista. Porque de cumplir con los principios éticos que propendan por el bien común, más bien poco. Aunque los ejemplos sobran en Argentina, Venezuela, Nicaragua y Cuba, es más efectivo parapetarse en las tesis de la conspiración e incendiar las calles, que asistir a los tribunales y demostrar la inocencia que se presume por el solo hecho de ser la heredera de Lula.
Lula da Silva y Dilma parecen emanciparse de las reglas de juego democráticas cuando atisban cualquier revisión a sus acciones gubernamentales. Ahí las acusaciones de “golpe de Estado”, de “revancha política” o de “persecución” a las políticas asistencialistas del Partido de los Trabajadores, afloran. Se palpa, bajo este postulado, que en Brasil los “golpistas neoliberales y de ultraderecha” se cuentan por millones, que casi bloquean los dos eventos deportivos más importantes del mundo y que añoran los años de las sangrientas dictaduras brasileñas solo porque desprecian a la izquierda. Esa invectiva obliga a soslayar el argumento de que el funcionamiento de la estatalidad brasileña se funda en los mecanismos políticos sintonizados con los reclamos éticos de una ciudadanía hastiada por la corrupción. Que sin importar si es leve o gravísima, es al fin corrupción.
Así esas exigencias se tilden de fascistas o golpistas, cada país maneja su lenguaje político como a bien considere. En Brasil, desde la tribuna del Partido de los Trabajadores alzan la voz diciendo que el voto popular respaldaba a Dilma, como si los diputados que la destituyeron hubiesen obtenido sus escaños por la Providencia. Se omite, quizá, el principio político de que los votos en una democracia legitiman el accionar de los poderes públicos sin importar si son de izquierda o de derecha. Por ello son tan válidos los votos de Dilma como los de los 61 senadores que votaron por su salida. Se llama juego electoral, así no guste la ideología del que gana.
Y, como si fuera poco, la crisis política doméstica se profundiza con una coyuntura económica poco esperanzadora. Según datos oficiales, 12 millones de brasileños están desempleados, el Producto Interno Bruto, en vez de jalonarse con los multitudinarios eventos deportivos, cayó un 0,6 % y los niveles de confianza inversionista bajaron respecto al año pasado. Las instituciones con peores registros de favorabilidad son la presidencia, el congreso y la prensa. Por ejemplo, Michel Temer, quien reemplaza a la ya impopular Dilma, es apoyado solo por el 10 % de la ciudadanía. Por lo tanto, la clase política brasileña tiene el doble desafío, imposible de resolver al menos en el corto plazo, de ganarse la confianza de sus electores y el de recomponer el camino del accionar legítimo y decente del Estado.
Si bien no se cumplió el vaticinio pesimista del abogado Cardozo de la muerte política de su defendida al mantenérsele los derechos políticos a la expresidenta, el dilema brasileño está puesto en la agenda política internacional, que pasó de registrar optimistas titulares económicos y diplomáticos de la potencia regional latinoamericana a reseñar sus sucesos de política partidista como los de cualquier Estado de menor valía. Todo indica que la grandeza del aparato político y diplomático del que tanto gozaron Lula y Dilma, se resquebrajó con su debacle y que del emergente Brasil solo quedó la estela de un tímido vuelo político.
Diego Cediel
Profesor de Ciencias Políticas
Universidad de La Sabana