Una muda de ropa y unos cuantos dólares fue lo único que Maguín Alexander Quintanilla López tomó antes de dejar atrás toda una vida en El Salvador y unirse a la caravana migrante, junto a otros miles de centroamericanos, para buscar nuevas oportunidades en Estados Unidos.
El lunes 5 de noviembre arribaron a Ciudad de México, donde el Gobierno estableció un mega albergue para brindarles –con el apoyo de organizaciones locales e internacionales y voluntarios– atención médica, psicológica y descanso. Han llegado 6.200 migrantes, 700 de ellos niños, de acuerdo con la Comisión de Derechos Humanos de la CDMX.
Alexander es un joven de 19 años, tiene los pies llenos de llagas y su piel ya curtida por el frío y el sol. Desde un refugio improvisado con telas y cobijas cuenta la razón de su peregrinaje: fue amenazado por las pandillas criminales conocidas como ‘maras’ por negarse a pagar una extorsión.
En Santa Isabel Ishuatán, el municipio salvadoreño donde vivía Alexander y su familia, domina la MS-13. Y en el pueblo donde Alexander trabajaba vendiendo pan el control lo ejerce otra pandilla, la MS-18. Las dos maras mantienen una disputa por el territorio y establecieron “peajes” a los habitantes o pandilleros que crucen la frontera .
“Me dijeron que les tenía que pagar para seguir viviendo”, cuenta el joven. Al negarse a pagar los 10 dólares de los 13 que ganaba diariamente, le dieron 20 días para huir.
A su hermana de 23 años le pasaba algo parecido. Las maras le habían robado su celular y le cobraba diariamente una extorsión para llegar al centro de la ciudad salvadoreña.
Ambos, desesperanzados, se enteraron de la caravana migrante. Alexander recuerda que la misma noche en que recibió amenazas encendió el televisor y vio un niño que iba solo en la caravana llegando a la frontera con EE. UU. “Ahí me agarré de ánimo, le dije a mi mamá que me iba a venir. Ellos no querían, pero les dije: ‘Tengo que buscar algo para sacarlos adelante a ustedes, me gustaría que tengan un negocio acá mientras yo trabajo en el extranjero”.
Sus padres no pudieron sumarse al viaje debido a problemas de salud. Su madre tiene cálculos biliares y su padre sufrió una hemorragia recientemente. Así que la familia se dividió y Alexander comenzó junto a su hermana esta travesía.
El joven asegura que si se quedaba en El Salvador, probablemente nunca hubiese salido del ciclo de violencia y pobreza que azota a ese país. Su familia se dedicó siempre al campo y en muchas ocasiones no tenían para comer más que tortillas con sal, especialmente cuando no había tiempos de cosecha o el mal tiempo devastaba sus cultivos. Cuando había un poco de dinero y siembra, comían con frijoles; y si sobraba plata, con huevo.
Esa realidad, cuenta, la viven la mayoría de los habitantes en su pueblo, azotados por la violencia de las pandillas y la corrupción de la policía. Muchos de los amigos de infancia de Alexander poco a poco fueron ingresando a las maras y a la delincuencia.
Él nunca quiso entrar en ese mundo. Con el tiempo se tuvo que alejar de sus amistades y dedicarse al trabajo duro en el campo, por lo que tuvo que dejar sus estudios de bachillerato.
“Allá en El Salvador hay trabajo, pero lo que le dan a uno es poco, en el campo lo mucho que pagan trabajando de las 5 de la mañana a las 12 del día, son 5 dólares, y un tiempo de comida vale 10 dólares”, explica.
En el campo lo mucho que pagan trabajando de las 5 de la mañana a las 12 del día, son 5 dólares, y un tiempo de comida vale 10 dólares.
Dicha situación lo hace olvidar el dolor en las piernas, las llagas en los pies, los desmayos, los días sin tomar una ducha, las lluvias incesantes, la falta de comida y toda la serie de padecimientos durante el viacrucis migrante.
No tiene idea de cuántos kilómetros ha andado. La mayoría del tiempo está incomunicado y solo puede enviar mensajes a su familia a través de celulares de mexicanos solidarios.
A pesar de la incertidumbre que lo agobia, piensa que es un hombre de multioficios, pues además de labrar la tierra, ha sido fontanero, mesero, ayudante de cocina y mecánico. Espera conseguir su objetivo en el norte del país: “Si Dios me da la oportunidad, quiero establecer un taller para motocicletas”.
Como él, millares de centroamericanos abandonaron sus hogares. “Vimos una luz de esperanza en la Caravana”, dice Alexander, quien por momentos pensaba en claudicar, pero según sus palabras: “No tengo nada a qué regresar”, dijo el joven, mientras se decidía en una asamblea si la caravana podía continuar hacia EE. UU. o tomarse unos días más en la capital mexicana. Alexander y muchos de los que lo acompañan sencillamente no están dispuestos a dar un paso atrás.
Alejandro Melgoza Rocha
Ciudad de México
Agencia Anadolu