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Latinoamérica

Colombia y Perú, una reflexión sobre el indulto a Fujimori

Con el lema ‘el indulto es un insulto’, las marchas quieren expresar la indignación por el indulto a Fujimori.

Con el lema ‘el indulto es un insulto’, las marchas quieren expresar la indignación por el indulto a Fujimori.

Foto:Ernesto Arias / EFE

Indultar a un delincuente de lesa humanidad que fungió de jefe de Estado es inadmisible.

El indulto del expresidente del Perú Alberto Fujimori por el actual presidente, Pedro Pablo Kuczynski (PPK) ha generado una multiplicidad de reacciones en el mundo. Sus delitos fueron conocidos a partir de las denuncias presentadas por decenas de víctimas que pusieron de presente una serie de deleznables actos contrarios a las normas penales nacionales y a los estándares establecidos por el sistema interamericano de derechos humanos.
En efecto, los gobiernos dirigidos por Fujimori durante la década de los noventa (1990-2000) se quedaron en la pupila de los analistas por varios hechos. Masacres de Barrios Altos, la Cantuta y torturas como las de Castillo Petruzzi, Castillo Páez, Lori Berenson, o la insólita expulsión del Perú del empresario Ivcher Bronstein, entre otras. También, el enfrentamiento exitoso contra grupos terroristas como Sendero Luminoso que llevó a la captura de su líder, Abimael Guzmán, o la absurda toma de la embajada de Japón en Lima por parte del Grupo Revolucionario Túpac Amaru (GRTA). Los anteriores hechos constituyeron para Fujimori la imagen de un jefe de Estado radical y un luchador contra el terrorismo. Para otros, la sombra de un vulgar asesino y violador de los derechos humanos.
Lo sabemos: la vida de Fujimori puede ser pensada como una mala película de Hollywood. Personaje sin renombre en la década de los ochenta, que hace una campaña con dificultades con su movimiento Cambio Perú y vence al escritor Mario Vargas Llosa en las elecciones. Promete recuperar el Perú y derrotar el terrorismo.
Se asesora del Fondo Monetario Internacional (FMI) para darle un vuelco a la economía, aprueba una nueva Constitución (1993), adopta los lineamientos del Consenso de Washington e impulsa la inversión a través de la eliminación de talanqueras arancelarias. Luego combate el terrorismo a través de estados de excepción, se asesora de uno de los hombres más oscuros del fujimorismo, Vladimiro Montesinos, quien, a su sombra, dirige operaciones contraterroristas hoy cuestionadas. La aparición de Montesinos en la vida peruana la retrata de forma magistral en su última novela, Cinco Esquinas (Alfaguara, 2016), el nobel de literatura Mario Vargas Llosa, quien ya había esbozado en su obra fundamental Conversaciones en la catedral (1969) al vergonzoso y peligroso policía del régimen de Manuel Odría (1948-1956), Cayo Bermúdez o Cayo Mierda, como una suerte de paradigma del hombre gris de esa dictadura que sacudió el Perú. Montesinos lo reencarnó con todas sus luces y todas sus sombras.
El ingeniero agrónomo Alberto Fujimori sorprendería al mundo con su pretensión de aferrarse al poder, modificar a su gusto la Constitución para reelegirse, destituir a los magistrados del Tribunal Constitucional, cerrar el Congreso y hacer leyes de autoamnistía. Pero, como todo lo que a la fuerza se logra a la fuerza se termina, el fin de este mandatario fue funesto.

Del proceso al indulto

Siendo jefe de Estado, Fujimori viaja a una cumbre en Brunéi el 13 de noviembre de 2000. Al constatar las circunstancias políticas tan difíciles, opta por quedarse en Japón y renuncia a la presidencia de su país. El Congreso no acepta la renuncia y declara la vacancia de la Presidencia invocando “incapacidad moral permanente”. Fujimori se traslada a Chile y es extraditado a Perú. En su país fue juzgado por delitos de lesa humanidad como homicidio agravado, secuestros, peculado y falsedad ideológica en agravio del Estado, y condenado a la pena de 25 años.
El 21 de diciembre de 2017, el presidente PPK fue enjuiciado en el Congreso por haber recibido aportes de la empresa Odebrecht. Cuando todo el mundo no daba un peso por el presidente, el fujimorismo se divide y lo salva. Dos días después se conoce el costo de esa división política: el indulto al expresidente por razones humanitarias. Las reacciones en el Perú y en el mundo no se hicieron esperar.
En el ámbito local, el sabor es agridulce; por un lado, las víctimas sienten una bofetada por una historia teñida de sangre; por el otro, el fujimorismo considera que su país le hace justicia a un hombre que salvó al Perú del terrorismo y lo recuperó. Todavía resuena el eco de los noventa en muchos países latinoamericanos, incluido Colombia, que replicaba sin cesar la cantinela de que se requería “un Fujimori” para sacarnos del abismo.
En lo internacional, el rechazo ha sido grande. Indultar a un delincuente de lesa humanidad que fungió de jefe de Estado es inadmisible y viola los estándares de derechos humanos construidos por años por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. También desconoce las normas de la Corte Penal Internacional y las observaciones desarrolladas por las Cortes ad hoc para la Antigua Yugoslavia, Ruanda, Sierra Leona, el Tribunal especial para Timor Oriental o la Cámara especial de Camboya.

Historias disímiles

Las reacciones frente a este indulto no se hicieron esperar en nuestro país. Para algunos, la salida de Fujimori de la cárcel es justa porque luchó contra el terrorismo; para otros, es una afrenta a los derechos humanos. Empero, más allá de las justificaciones de unos y otros, el debate ha estado basado en las comparaciones que se dan entre el proceso de justicia transicional adelantado con las Farc y el proceso penal sancionatorio por el cual se castigó al expresidente.
Veamos, sin mayores pasiones, las distinciones que surgen de estos dos procesos y las razones por las cuales no pueden ser comparados ni emulados.
En primer término, la historia de Perú en torno al proceso de violencia que se dio en el gobierno de Fujimori difiere frente al proceso histórico de violencia en Colombia.
En nuestro país fueron grupos armados de toda índole –guerrillas, paramilitares y narcotraficantes– los que han puesto contra la pared al Estado. Estas posturas han llevado al Estado a intentar procesos de negociación diversos. En el caso de los paramilitares se construyó una herramienta legal, la Ley 975 de 2005, que fue insuficiente para resolver ese problema y careció de la centralidad de las víctimas. Las guerrillas, por su lado, como lo explico en mi libro Justicia transicional o impunidad: la encrucijada de la paz en Colombia (Ediciones B, 2017), han sido objeto de negociaciones políticas desde hace más de 50 años.
La última, de hecho, fue con la guerrilla de las Farc que se llegó a un acuerdo de paz fundamentado en la idea de justicia transicional atada a fundamentos como la no repetición de actos de victimización, la verdad y la reparación integral para las víctimas. Cualquier esguince de esos aspectos implicaría perder beneficios. En Perú, por el contrario, el gobierno de Fujimori lideró una política reconocida de violación de los derechos humanos que adelantó en el marco de la política antiterrorista. No fueron grupos armados doblegados y conducidos a la prisión los indultados, sino un jefe de Estado.
Un segundo aspecto tiene que ver con que la figura jurídica utilizada en Colombia no es ni el indulto ni las amnistías para los delitos de lesa humanidad, porque a la luz del Estatuto de Roma, estos no pueden beneficiarse de este tipo de figuras jurídicas. El proceso de negociación en Colombia plantea la existencia de una Jurisdicción Especial de Paz que deberá imponer, como lo recuerda nuestra Corte Constitucional en la sentencia sobre el AL-1/2017 que la creó, “un régimen de sanciones genuinas que ponderen la proporcionalidad de la sanción en relación con la gravedad del crimen, el grado de responsabilidad del autor y el tipo y grado de restricción a la libertad. La reparación debe ser efectiva, y rigurosa su verificación, para que las actividades políticas no frustren el objeto y el fin de la sanción”.
En el caso de Perú, el indulto a un jefe de Estado condenado por delitos de lesa humanidad –justicia retributiva– no responde a transición alguna y surge como una vulgar y deleznable transacción política entre un presidente y un jefe de Estado que no ha reconocido a sus víctimas en el conflicto.
Por último, el proceso en Colombia debe poner a las víctimas en el centro del acuerdo –hasta ahora es una idea no alcanzada–, y ese es el reto que se vive hoy en el país. Sin embargo, el eje de la negociación fue responder al clamor de más de 8 millones de víctimas en más de 50 años. De hecho, incluir una Comisión de la Verdad tiene como fin desentrañar esas verdades.
En Perú, la historia es muy diferente, ni víctimas ni transición, sino mero olvido y amagos de verdad, a través de una comisión que no cumplió con las expectativas.

Comparar lo incomparable

El caso Fujimori responde a unas dinámicas políticas internas del Perú que no pueden ser traídas para el análisis estructural de lo que sucede en Colombia. Unas de las cosas más elementales en el mundo académico y judicial es la de comparar lo comparable y la de distinguir fenómenos que, aunque puedan tener ciertas similitudes, son diametralmente opuestos. En medio de la pasión que suscitan estos temas, puede estarse dando paso a la insensatez y a la ausencia de matiz respecto a hechos desconocidos en nuestro país. No hay otra opción: quedémonos con el bosque y no nos enredemos con los árboles.
FRANCISCO BARBOSA
Para EL TIEMPO
* Ph. D. en Derecho Público de la Universidad de Nantes (Francia), docente y también investigador en la Universidad Externado de Colombia.
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