Manuel Antonio Noriega pasará a la historia como el caso más elocuente de lo que podríamos denominar en este hemisferio un dictador de transición.
Las dos lógicas, la que lo mantuvo en el poder y la que lo despojó de él, se juntan y amalgaman en su figura de una forma particular y difícil de encontrar en otros contextos geográficos.
Noriega fue, simultáneamente, un dictador típico producto de la simpleza y dicotomía ideológica de la Guerra Fría, y un mandatario/negociante muy amigo de las empresas criminales tan visibles y características de la posguerra fría.
Como clásico dictador de transición, su lealtad transitó desde una alianza profunda con el Gobierno estadounidense en su cruzada anticomunista, particularmente en Centroamérica, hacia una visión pragmática y una nueva forma de hacer negocios a través del tráfico ilegal de drogas.
En su primera fase, el denominado ‘hombre fuerte de Panamá’ fue protagonista de la estrategia contrainsurgente de Estados Unidos en El Salvador y en Nicaragua. De hecho, su papel en el escándalo Irán-contra que hizo tambalear a la administración de Ronald Reagan, ha sido juzgado por algunos como decisivo.
El escándalo develó que el Gobierno estadounidense estaba vendiéndole armas a Irán –por ese entonces objeto de un embargo que prohibía esta transacción– con el objetivo de usar el dinero producto de este negocio para financiar a los Contras de Nicaragua, grupo armado que buscaba sacar del poder al gobierno sandinista en ese país.
En ese entonces, el mismo George Bush (padre) que ordenó la invasión a Panamá para sacar a Noriega del poder era vicepresidente de Reagan, y luego como presidente otorgó el perdón presidencial a los protagonistas y principales involucrados en el escándalo.
No en vano, Noriega ha sido definido como ‘el hombre que sabía demasiado’, demasiado de las estrategias no tan santas usadas por el Gobierno estadounidense en su esfuerzo por mantener fuera del hemisferio la tan latente amenaza comunista de esas épocas.
La invasión del 89Tal vez porque sabía mucho, o por su creciente involucramiento en el tráfico de drogas y su supuesta cercanía al cartel de Medellín en Colombia, o por la abierta hostilidad que desarrolló hacia Estados Unidos y la inestabilidad que ello significaba para el manejo del canal, o por la creciente represión a la que sometió a la oposición en su país, o por todas estas razones al mismo tiempo, Washington decidió invadir Panamá en diciembre de 1989.
La operación Justa Causa, que buscaba extraer a Noriega y llevarlo ante la justicia estadounidense, tuvo lugar un mes después de la caída del muro de Berlín.
Noriega no solo estaba atrapado en la embajada del Vaticano en Panamá, estaba también atrapado entre dos periodos históricos que se sucedían el uno al otro en esa coyuntura: la Guerra Fría que lo hizo un aliado clave para Estados Unidos, y el final de la misma, que lo dejó convertido en su enemigo, expuesto y vulnerable.
La invasión a Panamá que determinó el final contundente de esta amistad entre Washington y el último dictador latinoamericano, amistad que era bien frecuente gracias a la infame doctrina Kirkpatrick, que justificó todos los autoritarismos posibles en aras de lograr triunfos contundentes frente al comunismo, también fue un punto de transición importante para la política exterior estadounidense por dos razones fundamentales.
‘Patio trasero’Para empezar, y en el escenario latinoamericano, la invasión a Panamá fue la última gran intervención militar unilateral de Estados Unidos en un país de la región. Ya en ese entonces, los que vivimos la noticia pensábamos que había algo que no encajaba y que dicho comportamiento ya no hacía parte de cómo EE. UU. había empezado a entender la región en el momento de finalización de la Guerra Fría.
Hoy en día, los espacios de autonomía de América Latina se han ampliado, la región ha aprendido a auto-administrarse con algo más de eficiencia y ni en la peor de las crisis, a alguien se le puede ocurrir que estemos cerca de presenciar una intervención de este tipo.
La era del ‘patio trasero’, de la ‘zona de influencia’ y de la doctrina Monroe parecen haberse acabado y la invasión a Panamá constituyó un importante punto de inflexión en ese proceso.
En segundo lugar, la invasión a Panamá fue el primer espacio en donde se puso en marcha la denominada doctrina Powell (el general Colin Powell era por ese entonces el jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas Estadounidenses), una doctrina que pretendía la defensa de la seguridad nacional estadounidense a través de un uso casi maximalista de la capacidad militar, con énfasis en el uso de tropas terrestres de alto impacto y la construcción de una estrategia mediática que asegurara el respaldo de la opinión pública.
Como lo sugirió un analista estadounidense, la invasión a Panamá consistió en la coordinación masiva y el uso espectacular de la fuerza implementados, sobre todo, para el uso del consumo público. Se trataba de dar por terminado, finalmente, el síndrome de Vietnam, el viejo temor estadounidense a involucrarse en guerras tercermundistas difíciles de pelear y de ganar.
La primera Guerra del Golfo sería el punto culmen en la implementación de la doctrina Powell.
Por esta razón, hay quienes sugieren que la invasión a Panamá sirvió como modelo para las subsecuentes invasiones a Irak.
En ambos casos hay un dictador (Noriega y Sadam Husein) que ha cometido crímenes atroces con el respaldo y anuencia inicial del Gobierno estadounidense, dicho dictador en algún momento decide volverse desobediente y se rebela ante el tutelaje de Washington, y se convierte en un chivo expiatorio ideal de todos los males internacionales para la siempre expectante prensa internacional. Los parecidos eran enormes y señalarían además que una de las principales tareas de EE. UU. en la posguerra fría sería justamente ‘limpiar el desorden’ que dejaron estas oscuras alianzas que construyó para derrotar al eterno y siempre presente enemigo soviético.
Liderazgo debilitadoOtros detalles adicionales de la invasión a Panamá que acabó con la dictadura de Noriega dan luces de lo que sería el ejercicio de la hegemonía estadounidense después de finalizada la Guerra Fría. A diferencia de muchas de las intervenciones que tuvieron lugar durante la confrontación con la Unión Soviética, Estados Unidos decidió no acudir a las organizaciones multilaterales en búsqueda de apoyo, ni a la OEA ni a la ONU. Es muy posible que Bush haya intuido que ya por ese entonces el consenso regional anticomunista se había empezado a debilitar.
La extracción de Noriega se hizo irrespetando abiertamente el derecho internacional en la medida en que entre Panamá y Estados Unidos no mediaba tratado de extradición alguno. Ya por entonces era claro que el liderazgo estadounidense no estaba garantizado gracias a la implosión de la Unión Soviética y que la desaparición del enemigo de ninguna forma implicaba un liderazgo aceptado y no cuestionado por el resto de la comunidad internacional.
Noriega marca un punto clave de transformación en las relaciones interamericanas que, por supuesto, no estará exento de cambios y transformaciones en las siguientes décadas.
Las relaciones entre Estados Unidos y América Latina hoy en poco se parecen a las de ese entonces; el respeto a la soberanía y al derecho a la no intervención se ha asentado en esta área del mundo y nuestros países han intentado establecer unos términos de relacionamiento más balanceados y menos unilaterales con Washington. Hoy, unos más que otros, estamos en más condiciones de manejar nuestras propias crisis.
Con algunas excepciones notorias, hemos transitado hacia regímenes democráticos, y las dictaduras (al menos las militares) parecen cuestión del pasado para la mayoría (tristemente no para todos).
Algunos problemas permanecen –como la peligrosa simbiosis entre gobernantes autoritarios y el narcotráfico– pero a nadie se le ocurre que una forma adecuada y eficiente de resolverlos sea una invasión militar estadounidense. Eso es una dosis aceptable de progreso.
SANDRA BORDA G.
Decana C. Sociales, U. Tadeo Lozano.
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